14 de noviembre de 2023
3 de octubre de 2023
Vocabulario Fundamental. Agua (19) La lluvia sucede en el pasado
La lluvia sucede en el pasado
Ahora que la aceleración del cambio climático está arruinando el espejismo de una abundancia ilimitada es necesario aprender la lección de la mesura, de los límites, de los dones comunes
Aunque me esfuerzo no logro acordarme de la última vez que vi llover, o que oí la lluvia sin verla desde el interior protegido de mi casa. Durante años mi dormitorio tuvo un techo inclinado y una claraboya, y cuando llovía en mitad de la noche me despertaba en la oscuridad un rumor cercano que un poco antes había empezado a filtrarse en el sueño. Algunas veces el recuerdo de la lluvia nocturna tenía por la mañana la vaguedad de un sueño que se volvía real cuando al abrir la claraboya entraba en el dormitorio una corriente de aire fresco oliendo a tierra empapada. De todo esto hace mucho tiempo. La melancolía del soneto de Borges que acaba con una invocación piadosa de su padre ahora cobra para nosotros una exactitud de titular: “La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado”. Del pasado vienen, como imágenes de postales, escenas de ciudades bajo la lluvia, de arboledas espesas en que al sonido copioso de las gotas se mezclaba el del viento o la brisa en las hojas. Algunas veces, sorprendido por la lluvia en una ciudad extranjera, he tenido la sensación de que en realidad había viajado a ella no para ver sus monumentos ni los cuadros de sus museos sino para contemplar la lluvia añorada, para empaparme de ella con los cinco sentidos, olerla y tocarla en mi cara alzada y en las palmas de mis manos, degustarla como una bebida vigorizadora. En mitad de las ruinas de los foros, las lluvias súbitas de la primavera romana. En las noches de verano de Nueva York, en las que el aire caliente adquiere un espesor de sauna, gotas de tormenta gruesas como uvas han estallado sobre el pavimento y sobre las copas de los árboles sacudidas por un vendaval que despejaba la atmósfera con los últimos coletazos de un huracán del Caribe.
Imagen: Fran Pulido
De joven quise irme a países donde hubiera una libertad que aquí no existía. Con el paso de los años he tenido el impulso hacia un exilio no político pero sí climático. Llegando a Portugal, casi antes de cruzar la frontera, el paisaje ya se va suavizando y reverdeciendo, y en el horizonte se adivina una brumosa anchura atlántica. He ido hacia el aeropuerto atravesando la aridez color de calavera de las periferias de Madrid y unas horas más tarde ya estaba respirando la brisa húmeda de la desembocadura del Tajo en Lisboa, que deja un olor a mar en la ropa tendida a secar en los balcones, y luego en los armarios en los que se la guarda. En el Retiro y en el Botánico de Madrid se nota mucho el esfuerzo por mantener regadas las plantas, la amenaza de una polvorienta sequedad que está siempre acechando. En el Botánico de Lisboa, más tupido todavía porque está en una ladera que complica y profundiza las perspectivas, a uno le parece que está sumergiéndose en los bosques sucesivos de varios continentes, en espesuras asiáticas de bambú, en manglares de Luisiana, bajo palmeras verticales de los mares del Sur.
Quizás a quienes nos criamos en tierras de secano se nos ha quedado una propensión genética a la añoranza de la lluvia, una respuesta de felicidad instantánea al sonido del agua, en un arroyo o en una acequia, agua que fluye generosa en una penumbra vegetal, o permanece inmóvil como un espejo al fondo de un pozo. Cada noche mi padre, después de echar el pienso a los animales y antes de subir a acostarse, se asomaba al corral a mirar el cielo, queriendo encontrar signos de una lluvia posible, que pocas veces llegaba cuando más falta hacía, ni con la abundancia necesaria. La falta de agua era uno de los rasgos de la injusticia invariable del mundo. Cuando caía mansa y copiosa, mi padre se la quedaba mirando extasiado, desde el cobertizo donde nos protegíamos de ella en la huerta: “Es lo mismo que si estuvieran cayendo billetes verdes”, decía siempre —aquellos billetes anchos y crujientes de mil pesetas, de entonces, con su verdor vegetal de una riqueza soñada—.
El agua era un prodigio imprevisible. Caía del cielo o brotaba del interior oscuro de la tierra, de la roca muy dura, como en un milagro bíblico, de pozos y manantiales que se regían por sus propias leyes secretas. El agua era una divinidad cruel que podía bendecir el esfuerzo del trabajo igual que podía aniquilarlo. Había fuentes muy celebradas por la limpidez y la pureza de sus aguas, en parajes arbolados, frescos en verano, donde la gente guardaba turno para llenar los cántaros. El agua para el riego y para el consumo y la higiene se administraba según técnicas transmitidas al menos desde los tiempos de la antigua Mesopotamia, perfeccionadas en la Andalucía musulmana, tan eficientes en su simplicidad como el diseño de los cántaros en los que se llevaba a las casas antes de la llegada del agua corriente, que en mi provincia atrasada solo se generalizó hacia finales de los años sesenta. Fue por entonces cuando yo vi por primera vez una piscina. Su azul lujoso de cloro me sorprendió tanto como la desenvoltura de la gente ociosa que nadaba ágilmente en ella y luego se tumbaba a tomar el sol, en vez de protegerse de él, como hacíamos nosotros. Ese azul de las piscinas pronto iba a sustituir al verde turbio de las albercas de las huertas, con sus espesores de ovas en las que se mimetizaban los lomos de las ranas y sobre los que volaban las libélulas con un zumbido de temblor en las alas.
En poco tiempo desapareció aquella economía severa del agua, y también la reverencia hacia ella. La variedad de los cultivos de secano —cereal, olivar, viña— dio paso a extensiones de olivos de riego que exigían cantidades masivas de fertilizantes y pesticidas químicos. En los solares de las huertas abandonadas se construyeron chalets ilegales con piscinas y praderas de césped, que exigían mucha más agua que el cultivo perdido de las hortalizas y los frutales. Los acuíferos se fueron agotando, y se extinguió el caudal de aquellas fuentes célebres a las que la gente peregrinaba como a modestos santuarios paganos.
Nadie que haya conocido la dureza de la vida de antes quiere volver a ella. Pero hay una lección de entonces que sí es necesario aprender, ahora que la aceleración del cambio climático está arruinando en todas partes el espejismo de una abundancia ilimitada. Es la lección inmemorial de la mesura, de la conciencia de los límites, de la gratitud hacia los dones comunes, los esenciales, los que no se pueden recobrar si se pierden, ni quedar sometidas al capricho ni a la codicia, ni a la compraventa: el agua y el aire, las que durante demasiados años hemos dejado malbaratar y envenenar, por la rapacidad de unos cuantos y la negligencia de casi todos. Un vaso de agua, “un vidrio de agua fresca”, como dice Cervantes, es ya un lujo muy difícilmente accesible para una parte grande de la humanidad, y lo será más cada año tórrido que pase. Hasta en las llanuras fértiles del Po, en las que parece que no hay fronteras seguras entre el agua y la tierra, reina ahora la sequía. Ya nos cuesta imaginar una lluvia que ocurra en el presente, no en la memoria ni en los sueños. Hemos vivido el salto atolondrado de la penuria al despilfarro, y no sabemos si hay ya tiempo ni forma de alcanzar el término medio de la sensatez que haga habitable el porvenir.
10 de agosto de 2023
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17 de julio de 2023
16 de julio de 2023
El Crackómetro (57) Carlos Alcaraz gana Wimbledon
Llevado al límite, peleando, gesticulando y gritando como un animal salvaje que ve cómo el más joven de la manada asalta su jerarquía y amenaza su territorio, Djokovic llegó al momento decisivo con un servicio abajo, el mismo que tenía Alcaraz para ganar por primera vez en Londres
Alcaraz celebra su victoria ante Djokovic sobre la hierba de Wimbledon. Foto: Toby Melville (Reuters)
Los grandes cambios exigen momentos mínimos, a menudo inadvertidos, otras veces ruidosos como tormentas. El que se produjo el domingo en la pista central de Wimbledon duró exactamente 26 minutos y consistió en un juego en medio del tercer set que sacaba Novak Djokovic (36 años), y lo ganó Carlos Alcaraz (20). El viejo y glorioso mundo antiguo encarnado en Djokovic, el tenista con más Grand Slam de la historia, y el emergente y descarado nuevo mundo, encarnado en una idea, la de Carlos Alcaraz: juego estrepitoso, marabunta de golpes a las esquinas, tornado de piernas. Un punto más rápido, un punto más fuerte, dos puntos más atrevido. Fue un juego eterno, emparentado con la historia de Wimbledon, y los tuvo a los dos disputando deuces corriendo y golpeando encima del filo de una navaja. Gritaron, se frustraron, volearon y se pasaron en la red, fallaron bolas incomprensibles, dieron golpes ganadores inauditos; pasó de todo, y en medio de ese todo ocurrió algo sutil, una erosión física y psicológica letal ejercida por Alcaraz contra Djokovic que acabó anticipando la resolución del partido. Hasta 15 botes llegó a dar Novak Djokovic antes de sacar.
El joven llevó al veterano en ese juego a un territorio oscuro en el que él pierde el control de su cuerpo, pura biología, y de su cabeza, pura psicología. Es ese momento en el que un deportista descomunal, un atleta fascinante, entiende que no puede hacer 15 carreras seguidas de punta a punta, ni estar concentrado media hora en un punto con semejante castigo en el cuerpo. No supo el diablo por viejo ni por diablo; supo el joven por joven y por endiablado. Pegó y pegó y pegó, esquinó las bolas, cortó la pelota hasta el límite para poner a Djokovic directamente a hacer sentadillas, hizo dejadas y globos, y el tenista serbio lo aguantó todo, todo, todo, esperando a que Alcaraz bajase el ritmo y le diese un respiro: se lo dio al final del cuarto set. Pero ni siquiera ahí, cuando Djokovic reunió la energía ganada en los últimos juegos tirados del tercero, Alcaraz pareció perder el rumbo. Su rumbo era acabar jugando el quinto set como lo terminó, con su mejor tenis del torneo, con la cadena por fuera, hasta terminar de talar a Djokovic castigando sus pulmones, sus piernas y sus brazos; la reacción del serbio, después de un passing paralelo antológico de Alcaraz con su revés a dos manos, puro bateo de béisbol, fue tirar la raqueta contra el poste de la red.Carlos Alcaraz y Novak Djokovic posan con sus trofeos en Wimbledon el domingo.
Djokovic había tenido una bola de break en el primer juego del quinto set para confirmar la tendencia del cuarto. Cosió el punto de forma perfecta para matarlo cuando debía, peloteo de intensidad en el que llevó la iniciativa, y enfrente se encontró un muro de piernas que lo devolvía todo entre los “oooooooh” del público hasta hacer un medio globo que Djokovic, con el brazo encogido, decidió no matar; prefirió hacer una derecha blanda que se quedó en la red. Después del castigo físico y mental que supone pegarle a la bola sin descanso, tener ganado el punto y perderlo con un error no forzado, ¿qué tenía que hacer Alcaraz? Una dejada. Una dejada que exigiese fe en llegar a la otra esquina y piernas para conseguirlo: Djokovic ni lo intentó. Y el punto siguiente de break, desde esa frontera, exigía hundir el clavo con el palo de un hacha en el ataúd del serbio: derecha ganadora paralela acompañada de un rugido. Puro veneno que arruinó la cabeza del número dos del mundo.
Alcaraz tiró varias veces a Djokovic, literalmente. Echó al suelo al hombre de goma que decidió en la hierba de Wimbledon llegar a las bolas terribles de Alcaraz deslizándose, casi bailando. Llegó a devolver algunas casi haciendo un espagat. Cómo no iba a ser un partidazo. Cómo no iban a llegar al quinto set semejantes fuerzas de la naturaleza dirimiendo un título tan impresionante como este, en un escenario bárbaro, con Brad Pitt en la grada mandando a tomar viento la dieta de sex-symbol comiendo patatas fritas en plan “a la mierda todo, qué están viendo estos ojazos”.
En el límite, en una frontera imposible, peleando, gesticulando y gritando como un animal salvaje que ve cómo el más joven de la manada, cerebral y frío, asalta su jerarquía y amenaza su territorio, Djokovic llegó al momento decisivo con un servicio abajo, el servicio que tenía Alcaraz para ganar su primer Wimbledon. Stefan Zweig cuenta cómo Fouché clausuró la Revolución francesa con una vuelta de llave en el club de los jacobinos, un gesto sencillo y limpio; Alcaraz, con un globo primero y una volea después en el último juego. Así se cierran y se abren épocas. Pura diversión, pura fiesta, nada de potencia hasta el punto final, una derecha cruzada que se le clavó a Djokovic en la raqueta. Acabó Alcaraz en ese juego pasándolo bien y jugando con su rival, a la manera de un niño que pone el pie en el estribo de la historia, y se sube a ella.
27 de junio de 2023
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7 de enero de 2023
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