Unas 600 personas marchan en fila india con las manos entrelazadas sobre la nuca bajo la atenta mirada de militares con las armas montadas. Son estudiantes, profesores y personal laboral de la Universidad Técnica del Estado. El oficial al mando ordena sacar a uno de los prisioneros del grupo y le propina una salvaje paliza. Le golpea rostro y cabeza con la pistola, le patea costillas y genitales y le acaba rompiendo las manos a pisotones con sus pesadas botas. La víctima de esa explosión de odio y sadismo es Víctor Jara.
Es el 12 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile. El día anterior los militares han dado un golpe de Estado auspiciado por la Administración USA de Nixon, Kissinger y las grandes corporaciones, con la colaboración, muchas veces entusiasta, de oligarquía local, clases acomodadas y Democracia Cristiana. El presidente Salvador Allende, tras un bello, digno, sereno y lúcido mensaje al país, es acribillado a balazos.
La Universidad Técnica del Estado ha sido cañoneada y ametrallada. En su interior no hay nadie armado. Los ocupantes son llevados al Estadio Chile, recinto con capacidad para unas 2.000 personas que ahora hacina a 5.000. Víctor Jara es una de ellas, arrojado en un rincón, con el cuerpo quebrado. Así lo tendrán dos días, sin comer, sólo un huevo crudo que algún compañero le saca a un soldado.
Los soldados vuelven a llevarse a Jara y le propinan otra paliza a culatazos antes de hacerle jugar un rato a la ruleta rusa. Luego lo bajan a los subterráneos del recinto y lo acribillan a balazos. La autopsia revela más de 40 impactos. El día 15 sacan su cuerpo para arrojarlo a una fosa común. Una vecina y un trabajador de la morgue reconocen a Jara y consiguen contactar con su esposa y enterrarlo, de manera semiclandestina, en el Cementerio General de Santiago. Pasaron 36 años antes de que el pueblo al que entregó su voz pudiera enterrarlo de una manera digna, con una canción en la garganta.