Trump acaba de otorgarle a Israel un título de propiedad sobre la totalidad de la ciudad de Jerusalén casi tan valioso como el que los judíos religiosos afirman que está escrito en la Biblia. Su decisión causa un inmerecido dolor al pueblo palestino, añade gasolina a los incendios de Oriente Próximo y, por supuesto, viola el criterio internacional hasta ahora mayoritario. Desde 1947 la comunidad internacional contemplaba a Jerusalén como un caso especial, un corpus separatum, resoluble tan solo con fórmulas originales. En un primer momento, un estatuto de ciudad internacional; luego, su posible condición de capital de dos Estados, el existente Estado israelí y el jamás nacido Estado palestino. Por eso los países que sostenían relaciones con Israel establecían sus embajadas en Tel Aviv.
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Israel ha ganado. Por goleada y sin que nadie le chiste. De iure o de facto, es dueño de todo el territorio del Antiguo Mandato Británico en Palestina. Los palestinos –musulmanes y cristianos- que allí siguen viviendo lo hacen en una especie de reservas indígenas, cercadas por todas partes. Con Jerusalén ocurre lo mismo: desde que conquistara su mitad oriental en la guerra de 1967, Israel ha ido extendiendo y profundizando su control sobre toda la ciudad y todos sus suburbios, convirtiendo en guetos a sus tradicionales barrios árabes.
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No estoy diciendo que la solución de los dos Estados con Jerusalén como capital compartida no fuera la única razonable; los que hayan seguido mis andanzas por Oriente Próximo desde los años 1980 sabrán que la apoyaba con mi corazón y mi cerebro. Lo que estoy diciendo es que la persistente colonización israelí de Jerusalén oriental y de las mejores parcelas de Cisjordania ha terminado por hacerla físicamente imposible.
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Quizá el de Trump termine siendo un regalo envenado para Israel. Porque, como ya intuyó Edward Said, el conflicto de Tierra Santa está dejando de ser uno entre dos aspiraciones nacionales en un mismo espacio para pasar a ser el de una minoría oprimida en ese espacio. Y esto último solo tiene una solución civilizada: la que sellaron De Klerk y Mandela para Sudáfrica, la igualdad que a Israel le pone los pelos de punta.