Se desconoce si mantener una medida como la de Madrid Central costará sangre y lágrimas, pero sudor ya ha empezado a costar bastante
Durante unos minutos Madrid fue poesía. Sucedió cuando cientos de personas se echaron a la Gran Vía cortada para la ocasión a manifestarse por un tráfico restringido y entre las muchedumbres se quedaron atrapados varios coches, a los que hubo que hacer un pasillo de despedida casi a modo de homenaje. Lo más divertido fue que en algunos sectores de la manifestación, que arrancaba en esos momentos desde Callao, se creyó que quizá el Ayuntamiento no había cortado el tráfico a pesar de que la marcha estaba autorizada: la potentísima imagen de la sombra recortada del alcalde, José Luis Martínez-Almeida, en su ventanal de Cibeles, con el aire acondicionado a todo trapo dando la orden de soltar a los coches como quien suelta a los leones, circuló brevemente. Un sonar de tambores, como quien anuncia un regreso, despejó las dudas: la Gran Vía volvía a ser de los manifestantes y el poder, de la derecha, como siempre. Y, como siempre, habían vuelto las batucadas.
Se desconoce si mantener una medida como la de Madrid Central, que ha rebajado la contaminación y conseguido algo tan valioso como incalculable, un aire más limpio, costará sangre y lágrimas, pero sudor ya ha empezado a costar bastante. Hay que querer mucho a una ciudad para salir con más de 40 grados a manifestarse por ella. Pero el motivo de la protesta es algo íntimamente ligado a ese calor, algo que va más allá de las cuitas de Madrid y su almendra central. No es fácil de ver, como ya anticipó aquel hombre del vídeo viral que decía dónde estaba la contaminación, que él no la veía, pero sí fácil de sufrir. Y el caso es que en Madrid se ve esa boina que por momentos, con imaginación, parece una difusa nave nodriza posándose sobre el pueblo, y la contaminación se sufre menos, al menos hasta ahora. Digamos que el PP es ese nuevo entrenador que se encuentra en su plantilla heredada a un jugador fantástico fichado por el míster anterior; su promesa fue venderlo, pero el tipo te mete 40 puntos por partido. Ese es Almeida viendo los índices de la calidad del aire de Madrid en una mano y sus mítines en otra. Joder el aire o satisfacer al ala dura de su partido: los dilemas del PP son parte de la historia de España.
“Nuestro mayor orgullo” son los carteles que cuelgan de las farolas de Gran Vía con motivo de la gigantesca reivindicación LGTBI que se celebra estos días en Madrid. “Nuestro mayor orgullo también es toda esta gente”, dice Juan Milleiro, un treintañero que, como muchos—va acompañado de su hermana, la conocida activista social Irene Milleiro, directora europea de campañas de Change.org—, decidieron sacrificar el sábado más caluroso del año en medio del asfalto de una ciudad sin mar, rodeados de paraguas, abanicos y gorros de paja. Una riada de gente que fue calle abajo dándose sombra, protestando por algo que hoy afecta y mañana destruye, hasta llegar al final de la metáfora: el Ayuntamiento y una fuente, la de Cibeles, que a más de 40 grados se mira pero no se toca.