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9 de diciembre de 2008

Vocabulario Fundamental. Infancia (1) Binta y la gran idea / Cosas de niños

Primera Parte - Binta y la gran idea

Antes de que la economía mundial engullera, codiciosa, el último pedazo de un pastel que parecía no parar nunca de crecer y le diera un cólico miserere en toda regla, se publicó el informe "El hambre estacional" de la ONG Acción Contra El Hambre en el que se afirma que bastarían 3000 millones de euros para curar la desnutrición grave de 19 millones de niños en el mundo, cifra insignificante si los gobiernos se plantearan en esta época de rediseños económicos (y, esperamos, éticos) arreglar este terrible desatino moral que a todos nosotros debería por lo menos revolvernos un poco más la conciencia.

Pero claro, el hambre no es la única lacra que afecta a la situación de los niños en el mundo. De todos es conocido el drama infame de los niños soldado en muchos países en estado de guerra crónico como el Congo, Filipinas, Colombia, Sierra Leona o Sri Lanka. Según la ONG Save The Children, su número está entre 300.000 y 500.000 en todo el mundo. Casi nada.

El brutal impacto en las mentes, en las conciencias de estos niños obligados a realizar acciones contra natura sólo la vamos conociendo con los años, cuando al crecer, sus cerebros devastados por la violencia perpetúan en sus sociedades esos comportamientos aberrantes aprendidos a la fuerza. A este respecto, la Coalición Española Contra la utilización de Niños Soldado, señala la no muy conocida realidad de las niñas soldado. Según denuncia su representante, Almudena Escorial "las niñas son reclutadas, al igual que los niños soldado, tanto de forma voluntaria como a la fuerza. Luchan en el frente, cocinan, limpian en los campamentos, espían, saquean, llevan a cabo misiones suicidas y hacen incursiones en campos minados como detectores humanos. Además de esto, muchas niñas sirven como esclavas sexuales a los comandantes y sufren todo tipo de abusos". En fin, un panorama desolador que nos hace preguntarnos entre otras cosas para qué existe la ONU.

Así, Javier Fesser (por otra parte autor de la querellable "Mortadelo y Filemón") nos ofrece una preciosa historia en la que reivindica la escolarización de las niñas africanas como vehículo esencial del desarrollo de unas comunidades discapacitadas por el machismo recalcitrante que aún impera en ellas. Disfruten de Binta y su gran idea.
















Para acabar con la primera parte de esta entrada sobre una de las etapas fundamentales de nuestra vida, si no la más, el Juez Roy Bean se complace en traer una foto suya con un simpático fragmento de África que, como proponía Binta, decidió afortunadamente cambiar su destino y adoptarnos e incorporarnos a su vida. Te sonrío, sobrinejo Aku.




Segunda parte - Micheaux y Lobo Antunes: cosas de niños


"A los ocho años Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que treinta y uno, se ha vuelto un individuo, no es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá nunca" (Henri Michaux, 1950)

Con este formidable fragmento literario, el talentoso pintor, escritor, poeta y drogata lisérgico Henri Michaux nos ofrecía su mirada sobre ese periodo capital que es la infancia, cómo cuando somos niños somos potencialmente todo o nada. En la niñez modulamos nuestra personalidad, surge nuestro carácter, el entorno nos moldea, golpeándonos o nos acariciándonos decisivamente y así vamos modelando nuestro carácter, desarrollando resortes mentales que nos acompañan consciente y subconscientemente el resto de nuestra vida, iniciando nuestras grandezas y nuestras tinieblas, nuestras taras y capacidades. Y todo esto ocurre cuando, siendo pequeños, empezamos a mirar perplejos el mundo.

Y como la redacción de Literatura se ha propuesto rescatar las contraportadas de Babelia escritas por Antonio Lobo Antunes, nos traen este relato suyo sobre la infancia que nos asalta cuando menos esperamos, una constante en su literatura. Si no le conocen, empiecen a mascar su escritura en estos relatos, disfruten sus hermosos y largos párrafos subjetivos, sus voces entrelazadas y ensimismadas, sus almas confusas resonando melancolías, déjense atrapar por la incomparable literatura de este señor tan extraño y tan lleno de talento.

António Lobo Antunes - Cosas del chico

"El otro día vi un documental en la televisión sobre la guerra en África, con militares que avanzaban y disparaban, un herido en el sendero, la sombra de un helicóptero sobre los árboles y, de repente, me vi levantándome del sofá con ganas de meterme dentro de la pantalla y juntarme a ellos: yo pertenecía a ese lugar. Todo ello sin crítica, sin pensar, automático, inmediato; tuve que apagar el televisor para sentarme otra vez y lo que sentí, al apagarlo, fue una especie de remordimiento, una culpa por haberlos dejado solos. ¿Por qué, si fue una guerra injusta, estúpida, cruel? ¿Por qué, si me hizo sufrir tanto? Esta culpa de haberlos dejado solos se me da también, por ejemplo, al cerrar la tapa del ataúd sobre alguien a quien quiero. Ganas de sacudirlos hasta que vivan de nuevo, porque me parece que están allí por distracción, por descuido, con la familia alrededor impidiéndoles respirar, con las flores, con las velas. Junto a este edificio vive una señora de edad, gorda, con una abundante cabellera teñida de rubio, párpados azules, boca encarnada, uñas encarnadas, siempre vestida como para una fiesta la pobre, repleta de cosas que brillan, anillos, pendientes, collares, toda almidonada, toda relamida, moviéndose a duras penas en el interior de un perfume violento. Se detiene de vez en cuando, recobrando el aliento, fingiendo interesarse por un escaparate, y los ojos se le escurren de la cara, enormes, líquidos.Tarda siglos en encontrar la llave de la puerta en el bolso, tarda siglos en atinar con la cerradura, tarda siglos en levantar la pierna hasta encaramarse en el peldaño repentinamente enorme. Padecer para que el resto del cuerpo suba, la boca, las uñas, las cosas que brillan: tan terrestre, pobrecita, tan clavada al suelo, tan lista para irse tierra adentro. Falta poco para que comience a hundirse acera abajo, los zapatos, las rodillas, la cintura, los hombros, queda la cara fuera y una manita temblorosa, mientras los soldados siguen disparando en el televisor apagado. Los ojos, que se le escurrían de la cara, se demoran aún en el empedrado, mirándome, diciendo algo que no entiendo. ¿Dónde, en qué época de mi vida, me habré cruzado con unos ojos así, graves y asustados? Ciertos niños cuyas madres llevan cogidos de la mano y parecen censurarnos, con expresiones de pronto adultas, graves. Ciertos enfermos en el hospital, que no entienden. La mujer del quiosco de periódicos, en su banquito de madera. ¿Qué tengo hoy? Me da la impresión de que una ola en una muralla lejana, rompiendo, rompiendo. La mujer de los periódicos guarda la vuelta en el delantal: parece un canguro que esconde a su hijo acomodándolo en la bolsa; y un sol inmenso por encima de todo esto, una nubecita presa en una antena de televisión oxidada: se enganchó allí y allí se quedó con la esperanza de que el viento se acuerde y la libere. La señora de edad apareció en la ventana, con un perrito en brazos: me hace pensar en una actriz de cine de los años cincuenta que se ha gastado por cansancio. De su pecho, que se derrama a lo largo de una hilera de tiestos, se percibe el 

-Ay, Jesús

sofocado, pobres. La señora me desliza una mirada de soslayo que no termina y me sofoca también, de modo que no sé qué en mi pecho, tal vez un 

-Ay, Jesús 

igualmente sofocado bajo encajes, coralinas, suspiros, un par de cojines enormes y, en el interior de los cojines, una oscuridad densa, pesada. ¿Querrá matarme? Intento alcanzar la superficie nadando entre rositas de tul, y en esto la señora cierra la ventana y me quedo libre. Me cuesta habituarme al secreto del sol, tanta luz en los árboles, en las fachadas, tanta reverberación de azulejos. En la esquina, dos muchachos ucranianos o rumanos revientan el parquímetro con un destornillador, el dinero cae a una bolsa y se echan a correr con él: ni un comentario en la terraza a tres metros de allí donde los jubilados, con su aguardiente, hunden la nariz en la copa por miedo al ucraniano o al rumano adulto que dirige la operación desde el umbral de una tienda de electrodomésticos, con una de las palmas que crece en un bulto de la chaqueta, y que se marcha sin prisa. Sólo la señora de edad lo espía por un resquicio de la cortina. ¿Voy detrás de él o no? No voy detrás de él: han quedado unas monedas en la calzada de piedras de modo que, si las narices continúan en las copas, me inclino y las recojo. Puede que no alcancen para un coche de lujo, pero seguro que llegan para tres docenas de caramelos. De mentol, que me dejan la garganta sabiendo a infancia."

Traducción de Mario Merlino.

Y para acabar con esta entrada sobre la infancia nada mejor que una escena de la genial serie Padre de familia en la que Stewie nos muestra cómo, como dicen todos los estudios y encuestas, el tener niños afecta económicamente a las familias. Real como la vida misma.

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