Publicamos íntegros los estupendos reportajes "Allí donde los talibanes se funden" del reportero de La Vanguardia Jordi Joan Baños viajando por la retaguardia del poder talibán en la frontera afgano-paquistaní, donde los extremistas de ambos países se encuentran y "La batalla de la propaganda", de la periodista de El Mundo Mónica Bernabé, sobre las técnicas propagandísticas de los talibanes para intoxicar las cifras reales de esta guerra terrible que, aunque no pinta bien, hay que ganar. Y España ha de ayudar a hacerlo.
La batalla de la propaganda
Mónica Bernabé, desde Qalat (Afganistán)
4 de diciembre de 2009.- Kalashnikovs, lanzagranadas, motocicletas… Hasta ahí no hay nada extraño. Pero también una cámara de vídeo. Eso es lo que una veintena de talibán llevaba cuando fueron abatidos por las tropas de EEUU en Zabul, en el sur de Afganistán, a principios de noviembre. "Grabaron imágenes de nuestro campamento, de sus hombres preparándose para luchar, y de emboscadas contra convoyes en la autopista que une Kabul con Kandahar", explica el teniente norteamericano Christopher Goeke.
Los talibán se han convertido en expertos en propaganda. Así, si no pueden vencer en el campo de batalla, al menos ganan la guerra de las palabras. El periodista británico David McGee, que trabaja para la ISAF, pone un ejemplo: "El 19 de noviembre un terrorista suicida atacó un blindado estadounidense y mató a dos soldados en Zabul. En cambio, los talibán anunciaron que habían muerto 22 e hicieron correr el rumor en tan sólo dos horas. ¿Quién puede después luchar contra eso?"
Durante su régimen en los 90, los talibán prohibieron las fotos, la televisión e internet. Ahora, sin embargo, utilizan todo eso para difundir su mensaje, que no es otro que están ganando la guerra, y que los soldados extranjeros son una tropa de inmorales, dados al alcohol y al sexo.
En la provincia de Zabul, una de las más atrasadas del país, donde ni tan sólo llega la señal de televisión y sólo existe una emisora de radio, los talibán utilizan un sistema tan simple como llamar por teléfono a los periodistas locales. No es tan complicado. En toda la provincia sólo hay cinco, explica uno de ellos que prefiere mantener el anonimato. O si no, son los propios informadores los que, tras un ataque, contactan con los talibán, que tan sólo tienen que inventarse una cifra al azar sobre el número de muertos. Esa información después llega a Kabul y desde allí ya no hay quien la pare. "A los talibán hacer eso les lleva minutos, mientras la maquinaria de la OTAN necesita horas para hacer pública una nota de prensa", se queja McGee, que considera que la ISAF debería facilitar datos lo antes posible y después, en todo caso, corregirlos, si no son correctos.
Los talibán también usan el poder de la imagen en un país donde buena parte de la población es analfabeta. El teniente Goeke explica que, además de la cámara de vídeo, incautaron un DVD con imágenes de insurgentes disparando lanzagranadas y canciones patrióticas a favor de la guerra santa. "Los DVDs los producen en Pakistán. En Afganistán no hay capacidad", añade. Lo peor es que, según International Crisis Group, a muchos afganos les gusta escuchar esas canciones, estén o no a favor de los talibán, y algunos las tienen en sus teléfonos móviles.
Los integristas también editan revistas con profusión de fotos de ataques contra las tropas internacionales. Esas publicaciones son fáciles de encontrar en la provincia de Wardak, cerca de Kabul. Y disponen de una página web en diferentes idiomas, incluido inglés, con el nombre de Al Emarah (el emirato).
Para contrarrestar esa propaganda, la ISAF forma a periodistas afganos. También tiene una radio, Sado-e-Azadi (La voz de la libertad), que emite en el norte y oeste del país. Y un periódico bimensual, con el mismo nombre, escrito en dari, pashtún (lenguas oficiales) e inglés. McGee asegura que el periódico se utiliza mucho en las escuelas como herramienta educativa. En muchos mercados afganos, no obstante, se usa para envolver los kebabs pues su papel es grueso y resistente.
Allí donde los talibanes se funden
Viaje a la frontera entre Pakistán y Afganistán, epicentro de la desconfianza de Washington hacia Islamabad
"Welcome to Tijuana, tequila, sexo y marihuana", cantaba Manu Chao sobre la violenta frontera mexicana. Pero si en México hay chamanes, en Chaman hay talibanes. Bastantes como para llenar a rebosar, diariamente, varias decenas de camionetas de vuelta a la guerra afgana. El vocalista altermundista Manu Chao sólo podría aspirar aquí a un trago de té con leche o Coca-Cola. Por lo que respecta a las mujeres, quizá pudiera adivinar a alguna enjaulada dentro de una burka celeste.
Marihuana no falta, y lo que sobra es heroína. Hay bastante como para esclavizar al 90% de los yonquis del mundo. El caballo afgano cabalga libre por la carretera que va de Chaman a Quetta y de allí al puerto de Karachi.
El camino de Quetta a Chaman –125 kilómetros, tres horas– es un viaje alucinante a la retaguardia talibán. Una evidencia que a Pakistán le será más difícil negar desde que ayer Barack Obama aseverara: "No podemos tolerar un refugio para terroristas cuya ubicación es conocida y cuyas intenciones están claras".
Este páramo entre Quetta y Kandahar produce poco más que ladrillos para escuelas coránicas. Escuelas que, a su vez, han producido talibanes a mansalva: tres mil cada año. Es en estos campos de refugiados –cuya historia se remonta a la invasión de la URSS y continúa con la de EE.UU.– donde los talibanes empezaron hace quince años su camino.
Varios campos salpican la carretera. En lugares como Panjpiri, los talibanes se reagrupan, se entrenan, se adoctrinan y reciben órdenes. Muchos jerarcas talibanes viven en Chaman, como el ex viceministro de Prevención del Vicio y Promoción de la Virtud. O la mano derecha del mulá Omar, el mulá Brather, o el ex ministro del Interior mulá Abdul Razzaq, actual jefe de recaudación y reclutamiento.
Un auténtico cuartel de invierno desde el que lanzan las ofensivas contra EE.UU. bajo la discreta protección de la inteligencia pakistaní y al abrigo –hasta ahora– de los ataques de aviones no tripulados. Como contrapartida, las armas apenas se ven en este lado de la frontera. Ni las cometas. Pero abundan los partidos de fútbol en mitad del secarral.
No hay agua a menos de 300 metros de profundidad, y las cabras y camellos se disputan los rastrojos. Un paisaje lunar hecho a medida para la versión más desértica y rocosa del islam importada de Arabia. Una pobreza que no genera ni basura y una pureza de líneas que ya querría para su cine el iraní Abbas Kiarostami.
Ni rastro de agricultura. El dinero viene de otra parte. De la heroína o, en Karachi, de secuestros y atracos a bancos. Además de donaciones de hombres de negocios piadosos.
El ocre del paisaje va haciéndose más polvoriento y pálido a medida que nos acercamos a Afganistán. Se suceden casas de adobe, cementerios pobretones, furgonetas con cualquier bandera excepto la de Pakistán, camionetas repletas de talibanes de expresión ausente. Y motos, coches, taxis o autobuses, todos cargados de hombres en edad militar al límite de su capacidad, como obedeciendo a la rotación ordenada por un estado mayor. Mundo salwar kamiz. Un pantalón tejano o una camisa están aquí tan fuera de lugar como una chilaba en Santes Creus.
"Es una mala carretera", le digo al chófer, Jan, un viejo afgano de gran estatura que perdió a un hijo en la guerra y que me presta su turbante, a juego con mi barba de tres semanas. "Sí, es mala... Aquí mataron a unos americanos", replica. De vez en cuando, hay una tanqueta azul de policía y un agente a la deriva que se esfuerza en mirar hacia otro lado. En otros poblados, "la policía son los talibanes", dice Jan.
Pasamos por delante de una fortaleza que no llama demasiado la atención entre la arquitectura defensiva propia de la zona. "Saara talib" (totalmente talibán), exclama Jan. Luego aparece una espectacular mezquita en construcción. Y, en otro enclave, otro recinto amurallado con otra madrasa recién construida.
Un guardia hace un gesto para que paremos, pero, con otro gesto con la mano, el chófer lo rechaza y seguimos adelante. Está claro que la autoridad de la policía pakistaní está aquí por los suelos.
Pakistán, como las banderas de sus puestos policiales, se deshilacha junto a la frontera afgana. Y de Quetta para abajo, en el Beluchistán profundo, lo que hay es un roto. La doctrina militar pakistaní cree que Afganistán les da profundidad estratégica para aguantar una larga guerra con India. En realidad, aquí queda claro que es Pakistán quien da profundidad al movimiento talibán, al que nunca ha podido manipular a su antojo. Sin embargo, el ejército pakistaní guarda al mulá Omar en la nevera como una botella de champán gran reserva que desde ayer, con el calendario de retirada de Obama, tiene más claro cuándo podrá destapar. Quizá antes de 18 meses.
Llegamos a Chaman. Hay muchos niños, y uno, con un kalashnikov de juguete, se pasea serio por los puestos de granadas y kebabs. Aquí los afganos ya superan a los pakistaníes, aunque todos sean pastunes. Y los matrimonios de las últimas décadas han aumentado la interdependencia. Los afganos de a pie cruzan la frontera sin necesidad de pasaporte. No digamos los talibanes, a los que el cuerpo fronterizo pakistaní ha llegado a cubrir la retirada. La paradoja es que también muchos oficiales del ejército afgano viven en este lado.
Antes del anochecer hay que estar de vuelta en Quetta. Desde que el mulá Omar hizo un llamamiento a matar occidentales en su particular mensaje navideño (el Id al Adha musulmán), se ha instaurado el toque de queda para extranjeros desde las seis de la tarde. Porque si Chaman es Tijuana, Quetta es Ciudad Juárez.
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