
Kike Maíllo, 2003
La Justicia en nuestro país ha demostrado en numerosas ocasiones sus ineficiencias operativas y servidumbres políticas, pero últimamente el primer juicio del caso Gürtel y las tres causas del proceso a Baltasar Garzón han mostrado a las claras las vergüenzas de nuestro sistema jurídico. Al insulto a la inteligencia que supuso la delirante absolución de Camps y Costa por un jurado popular claramente influenciado se añadió que el primer y por ahora único condenado por el mayor caso de corrupción de nuestro país fuera el juez que lo instruyó.Fue la causa de las escuchas de Gürtel la que consiguió lo que tantos poderes políticos y jurídicos deseaban, la defenestración de Garzón como magistrado de la Audiencia Nacional. No fue necesario por ello el mayúsculo escándalo internacional que hubiera significado para nuestro país condenar por la causa de los crímenes del franquismo (después de Camboya, España es el país con más fosas comunes sin desenterrar en las que permanecen los restos de aproximadamente cien mil represaliados), al único magistrado español que ha querido investigarlos, el único que ha intentado afrontar la vergüenza histórica que significa que España sea el único Estado europeo que no ha afrontado sus crímenes de lesa humanidad cometidos desde el Estado y con las fuerzas del Estado.
Hace tan sólo unos días, un amigo jurista me regaló la siguiente frase: “La justicia no busca esclarecer la verdad de los hechos, sino establecer la perfección de las formas”. Y entonces lo vi claro: esa realidad, de la que él parecía sentirse orgulloso, es la auténtica tragedia de nuestro sistema jurídico. Al final, tanto la redacción de las leyes como su aplicación acaban siendo una cuestión puramente formal, en la que lo más importante son las palabras y su interpretación, la argumentación –tan fácilmente manipulable– y hasta los plazos. Ante el peso mastodóntico de todo ese rigorismo en las formas, a menudo se quedan al margen los hechos y, con ellos, el sentido común y la verdadera aplicación de lo que la gente normal entendemos por justicia.

Lo que en principio sólo se trata del progreso de un territorio acaba adquiriendo tintes de tragedia y poesía en manos de Peckinpah. Se trata de la auténtica decadencia de un imperio, ante la cual sólo se pueden optar por dos vías: adaptarse o resistir. Y aquí es cuando entra otro de los temas fundamentales de Peckinpah: la amistad traicionada. Aquí, evidentemente, se trata de la de Pat Garrett y Billy The Kid. Mientras que Garrett planea llegar a viejo, para lo que decidirá adaptarse a los tiempos cambiantes, Billy hará lo que ha hecho siempre: lo que le salga de los huevos. Estas dos actitudes les llevarán a que el primero sea contratado para matar al segundo. Y lo que viene después no se trata de persecuciones con tiros y acción espectacular, sino de resignación, tristeza y melancolía. Todos siguen su cometido aun sabiendo que esto signifique traicionarse a sí mismos o morir. Matan a desgana y mueren sin llanto. Todo esto aparece arropado por una atmósfera sombría y crepuscular, y por un halo poético intensificado por la soberbia música de ese monstruo que es Bob Dylan. 
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