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11 de septiembre de 2013

Catalunya se manifiesta por la autodeterminación y la independencia

España se vuelve a romper


Tal vez la palabra más exacta para definir la cadena humana que pidió la independencia catalana sea “tranquilidad”. Apenas hubo incidentes en una marcha que convocó a cientos de miles de personas (un millón seiscientas mil según algunas estimaciones) y eso es un éxito se mire por donde se mire. Una avioneta de Intereconomía sobrevoló Barcelona con el toro de Osborne a remolque del águila de Franco, todo un alarde circense en un grupo que hace meses que no paga a sus trabajadores. Además, hace falta un valor viriato para vender España como si fuese una marca de refrescos en una playa mediterránea. No sé si al genio que se le ocurrió la idea cayó en la cuenta de que la avioneta españolista traía, aparte del recuerdo de Guernica, un fabuloso mensaje de impotencia. La guinda del pastel.

Otro incidente tuvo lugar en la Gran Vía madrileña, al irrumpir una manada de energúmenos franquistas en un sencillo acto que se celebraba en el centro cultural Blanquerna, una hermosa librería catalana en el centro de la capital. Cuatro docenas de asistentes apenas daban para una nota a pie de página pero gracias a la estupidez congénita de un puñado de descerebrados y al precio de unos escaparates rotos, unos pocos forcejeos y unas cuantas toses provocadas por los gases lacrimógenos, Blanquerna se convirtió de golpe en uno de los centros neurálgicos de la independencia. Ni aun contratando a un grupo de payasos les hubiera salido la jugada mejor.

En fin, que España se resquebraja por la línea del Ebro y la cosa no huele a guerra civil ni a limpieza étnica ni a apocalipsis terminal. Era lo lógico, puesto que España lleva rompiéndose más o menos desde que se inventó, juntándose y disgregándose, ayuntándose y despedazándose en una danza secular que habrá quien se aventure a denominar dialéctica, aunque a mí me parece una palabra demasiado gorda. España es un autobús que no lleva a ninguna parte y entonces un montón de gente decide dar un toque y bajarse en Portugal. Oigan, que Portugal no va a ninguna parte. Ya, ya lo sabemos pero al menos iremos por nuestra cuenta. Es lo mismo que dijeron luego en México, en Chile, en Argentina, en Perú, en Filipinas y en Marruecos. Y no pasó nada, no se rajaron los cielos ni se salió el eje terrestre.

Hay un par de cosas que no me han convencido de la Diada, pero son cuestiones personales. Una es que la señal de salida sonara desde las siete campanas de la Seu Vella en Lérida, y yo no sé muy bien qué diablos pinta la iglesia en esta historia. La segunda es la hechura de los líderes políticos que encabezaban la marcha, empezando por Artur Mas, un señor con pinta de vendedor en unos grandes almacenes metido a Moisés del Llobregat. Digo yo que los catalanes podían haber tenido mejor gusto al elegir pero, no sé, a lo mejor tampoco había muchas más opciones y además cada uno se equivoca como le da la gana. No les voy a dar yo lecciones teniendo de presidente a Mariano I de España y V de Alemania.

Me preocupa también el futuro del referendum, habrá que ver cómo se come eso, porque la historia de un referendum independista suele organizarse al estilo de una trampa lógica cuya única salida es el sí. Si la mayoría dice que no, dudo mucho que los independentistas vayan a aguantarse otros cuarenta años para preguntar otra vez. En cambio, si los catalanes deciden que sí, se acabó, no habrá más preguntas, quizá porque la caja de cambios de la historia nunca tuvo marcha atrás.