Otro incidente tuvo lugar en la Gran Vía madrileña, al irrumpir una manada de energúmenos franquistas en un sencillo acto que se celebraba en el centro cultural Blanquerna, una hermosa librería catalana en el centro de la capital. Cuatro docenas de asistentes apenas daban para una nota a pie de página pero gracias a la estupidez congénita de un puñado de descerebrados y al precio de unos escaparates rotos, unos pocos forcejeos y unas cuantas toses provocadas por los gases lacrimógenos, Blanquerna se convirtió de golpe en uno de los centros neurálgicos de la independencia. Ni aun contratando a un grupo de payasos les hubiera salido la jugada mejor.
Hay un par de cosas que no me han convencido de la Diada, pero son cuestiones personales. Una es que la señal de salida sonara desde las siete campanas de la Seu Vella en Lérida, y yo no sé muy bien qué diablos pinta la iglesia en esta historia. La segunda es la hechura de los líderes políticos que encabezaban la marcha, empezando por Artur Mas, un señor con pinta de vendedor en unos grandes almacenes metido a Moisés del Llobregat. Digo yo que los catalanes podían haber tenido mejor gusto al elegir pero, no sé, a lo mejor tampoco había muchas más opciones y además cada uno se equivoca como le da la gana. No les voy a dar yo lecciones teniendo de presidente a Mariano I de España y V de Alemania.
Me preocupa también el futuro del referendum, habrá que ver cómo se come eso, porque la historia de un referendum independista suele organizarse al estilo de una trampa lógica cuya única salida es el sí. Si la mayoría dice que no, dudo mucho que los independentistas vayan a aguantarse otros cuarenta años para preguntar otra vez. En cambio, si los catalanes deciden que sí, se acabó, no habrá más preguntas, quizá porque la caja de cambios de la historia nunca tuvo marcha atrás.