Murió Alfredo Di Stéfano y el madridismo está de luto por ello. Se fue un genio del balompié, un futbolista decisivo para para comenzar la época más gloriosa del equipo blanco y para la conquista de las cinco primeras Copas de Europa del club. Nos dejó quien fuera un jugador excepcional, entrenador, presidente de Honor del club y para siempre una leyenda. Un tipo talentoso y competitivo a quien no le gustaba perder ni al parchís (y de eso tenemos fuentes íntimas que lo confirman), alguien que supo disfrutar de sus 88 años de vida y que hizo también disfrutar a muchas personas con lo que mejor sabía hacer, jugar al fútbol. Les dejamos con dos artículos, uno desde el madridismo, de Alfredo Relaño, y otro desde el sentimiento culé, de Juan Cruz, pero antes el emotivo video homenaje del club madridista al mayor de sus mitos. Descanse en paz Alfredo Di Stéfano.
Nadie ha pesado tanto en la historia del fútbol como Di Stéfano
Alfredo Relaño 7 de julio de 2014
Se suele decir, con frecuencia y verdad, que Alfredo Di Stéfano fue determinante en la historia del fútbol español. Su fichaje, tantas veces mal contado desde Barcelona, dividió las aguas. Hasta que él llegó, el Madrid sólo había ganado dos Ligas, ambas antes de la guerra, y añadiré que durante la República. Desde que él llegó, ha ganado tantas como todos los demás juntos. ero su influencia no se limitó a eso. Di Stéfano fue el primer jugador que se movió por todo el campo. Hasta su aparición, los once jugadores se atenían a tareas específicas. Especialistas en una zona, en un estilo, en una actividad especializada. A Di Stéfano se le quedó pequeño aquello, decidió moverse por todo el campo. Defendió, armó, atacó y remató. Por eso fue que L’Equipe le llamó ‘L’Omnipresent’ (supongo que no hace falta traducción) cuando le dio el Balón de Oro en 1957. En el 58 le declararon fuera de concurso, tal era su superioridad. En 1959, viendo que era imposible seguirle manteniendo fuera, se lo volvieron a dar. Y ya mucho más adelante le repararon con un ‘Balón de Oro de los Balones de Oro’.
Sacchi me dijo un día de él que fue como el salto del cine mudo al sonoro. También que fue el primer jugador ‘de todo el campo, de todo el tiempo, de todos los campos’. Su llegada al Madrid y su explosión coincidieron con la puesta en marcha de la Copa de Europa, cuyas cinco primeras ediciones ganó. En todas y cada una de las finales marcó al menos un gol. Aquella fue quizá la gran aventura de su vida, pero no la única. Vivió unos inicios ilusionados en River, luego una huelga, la fuga al Millonarios, una primera retirada, el pleito entre el Barça y el Madrid, las glorias en este club, el durísimo episodio de su secuestro en Caracas y una marcha final al Espanyol, tras enfado con Santiago Bernabéu, dos caracteres de aúpa.
No llegó a jugar ni un minuto en un Mundial por una inoportuna lesión en 1962, pero fue el capitán de la Selección del Resto del Mundo que se enfrentó a Inglaterra en octubre de 1963, en celebración del Centenario de la creación del fútbol. Un honor inigualable. Fue un tipo mitad hosco, mitad entrañable. Incapaz de disimular. Vivió con plenitud. Mejoró al fútbol.
Estética del adversario
Juan Cruz 7 de julio de 2014
Esta fotografía explica una historia. Fue cuando el Madrid enseñó a sufrir al Barça, que aspiraba a apearlo del cetro europeo; la Saeta Rubia explicó fútbol antes y después; lo hizo con pocas palabras, pero con hechos y con ironías, con una estética que lo convirtió en el mejor del mundo, sin otra discusión que la que excitan los ignorantes o los desmemoriados.
Su práctica dejó en el mundo una teoría del fútbol: éste sólo es interesante (para los jugadores, para el público) cuando a ti te divierte; y sólo es bueno si tú mismo lo haces bueno, con esfuerzo, con pasión, pero también burlándote de ti mismo. Burlándose de otros, Di Stéfano aterrizaba el balón donde merecía la pena: en el campito de su niñez. Agrandarse, dijo una vez para prevenirnos contra los fatuos, es de estúpidos; no marcas goles porque tengas más orgullo, sino por sabes meterlos. Y en esa fotografía en blanco y negro está corroborando esa alegría de jugar siempre para ser el que fue en las canchas de infantiles.
Así fue hasta el final, como en esa fotografía que rescata AS cuando lo despedimos. Cuando él avanzaba (alentado por Gento, por todo el equipo) el color blanco cegaba a los demás, a los que estaban en el campo, a los fotógrafos que lo seguían como si él fuera una exhalación implacable, y a los que estábamos en casa, a muchos kilómetros del estadio, abrazando desesperados la pasión azulgrana… Puskas, Gento…, y Di Stéfano. Don Alfredo era la palabra final, la finta decisiva; concentraba en su espíritu (y en su cuerpo) a futbolistas de muchas raigambres, y todos eran él: era portero, defensa, medio, y el delantero que aquí, en esta fotografía, se hace a sí mismo balón y entra en la portería, ante la desolación de su compañero, y adversario, Ramallets. Asisten, también, la desolación de Gracia y de Segarra, y seguramente el silencio o la ovación, según donde se jugara el partido.
Esta fotografía, que tiene un día concreto, un resultado concreto, una competición concreta (la Copa de Europa, que era en ese momento un especial patrimonio madridista) dice mucho más que mil palabras, porque muestra en un rasgo el entusiasmo del futbolista que gana pero también las razones de peso de su calidad: él ha marcado el gol, pero lo ha hecho después de un esfuerzo que se parecía al que Azorín usaba para explicar cómo debe escribirse: haciendo que lo difícil pareciera fácil. Y él, como Messi, como Pelé, como Maradona, como Cruyff, los que le siguen en el podium mundial del fútbol, mostraba su calidad sin efectos especiales: su estética era la del que domina las emociones y concentra toda su energía en la bota, en cómo ésta desplaza al balón hasta convertir ambos en aliados naturales.
Él sentía gratitud por esa alianza entre el balón y la bota, como explicaba Alfredo Relaño en un libro memorable sobre el astro, y la llevaba a las últimas consecuencias, para desesperación de sus adversarios, en primer lugar de sus adversarios barcelonistas. Y eso es lo que dice esta foto: el genio mayor del fútbol, vestido del blanco inmaculado que le llegó al alma y que es parte indisoluble de su definición como futbolista, celebra un gol, uno más, pero lo celebra como si hubiera sido el primer gol de su vida. Él juntó el fútbol, su fútbol, al entusiasmo de jugar; nunca dejó de celebrar el fútbol, y aquí está, celebrando una jugada; gana, siempre ganó Di Stéfano, hasta este último suspiro, cuando deja la vida y entra triunfante en la portería de la gloria.
Estética del adversario
Juan Cruz 7 de julio de 2014
Esta fotografía explica una historia. Fue cuando el Madrid enseñó a sufrir al Barça, que aspiraba a apearlo del cetro europeo; la Saeta Rubia explicó fútbol antes y después; lo hizo con pocas palabras, pero con hechos y con ironías, con una estética que lo convirtió en el mejor del mundo, sin otra discusión que la que excitan los ignorantes o los desmemoriados.
Su práctica dejó en el mundo una teoría del fútbol: éste sólo es interesante (para los jugadores, para el público) cuando a ti te divierte; y sólo es bueno si tú mismo lo haces bueno, con esfuerzo, con pasión, pero también burlándote de ti mismo. Burlándose de otros, Di Stéfano aterrizaba el balón donde merecía la pena: en el campito de su niñez. Agrandarse, dijo una vez para prevenirnos contra los fatuos, es de estúpidos; no marcas goles porque tengas más orgullo, sino por sabes meterlos. Y en esa fotografía en blanco y negro está corroborando esa alegría de jugar siempre para ser el que fue en las canchas de infantiles.
Así fue hasta el final, como en esa fotografía que rescata AS cuando lo despedimos. Cuando él avanzaba (alentado por Gento, por todo el equipo) el color blanco cegaba a los demás, a los que estaban en el campo, a los fotógrafos que lo seguían como si él fuera una exhalación implacable, y a los que estábamos en casa, a muchos kilómetros del estadio, abrazando desesperados la pasión azulgrana… Puskas, Gento…, y Di Stéfano. Don Alfredo era la palabra final, la finta decisiva; concentraba en su espíritu (y en su cuerpo) a futbolistas de muchas raigambres, y todos eran él: era portero, defensa, medio, y el delantero que aquí, en esta fotografía, se hace a sí mismo balón y entra en la portería, ante la desolación de su compañero, y adversario, Ramallets. Asisten, también, la desolación de Gracia y de Segarra, y seguramente el silencio o la ovación, según donde se jugara el partido.
Esta fotografía, que tiene un día concreto, un resultado concreto, una competición concreta (la Copa de Europa, que era en ese momento un especial patrimonio madridista) dice mucho más que mil palabras, porque muestra en un rasgo el entusiasmo del futbolista que gana pero también las razones de peso de su calidad: él ha marcado el gol, pero lo ha hecho después de un esfuerzo que se parecía al que Azorín usaba para explicar cómo debe escribirse: haciendo que lo difícil pareciera fácil. Y él, como Messi, como Pelé, como Maradona, como Cruyff, los que le siguen en el podium mundial del fútbol, mostraba su calidad sin efectos especiales: su estética era la del que domina las emociones y concentra toda su energía en la bota, en cómo ésta desplaza al balón hasta convertir ambos en aliados naturales.
Él sentía gratitud por esa alianza entre el balón y la bota, como explicaba Alfredo Relaño en un libro memorable sobre el astro, y la llevaba a las últimas consecuencias, para desesperación de sus adversarios, en primer lugar de sus adversarios barcelonistas. Y eso es lo que dice esta foto: el genio mayor del fútbol, vestido del blanco inmaculado que le llegó al alma y que es parte indisoluble de su definición como futbolista, celebra un gol, uno más, pero lo celebra como si hubiera sido el primer gol de su vida. Él juntó el fútbol, su fútbol, al entusiasmo de jugar; nunca dejó de celebrar el fútbol, y aquí está, celebrando una jugada; gana, siempre ganó Di Stéfano, hasta este último suspiro, cuando deja la vida y entra triunfante en la portería de la gloria.
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