14 mayo 2013
Las cosas decisivas que ocurren rara vez se advierten en toda su dimensión en el momento en que ocurren. Quizás eso tenga que ver con la propensión a la turbulencia de los sistemas inestables: causas en apariencia mínimas pueden desatar consecuencias ingentes. Contra lo que nos induce a pensar nuestra imaginación habituada a las leyes solemnes de la mecánica de Newton, pocas veces hay proporción entre causas y efectos. La semana en que Hitler fue nombrado canciller del Reich, la información sobre su nombramiento apareció en los noticiarios cinematográficos en sexto lugar, muy por detrás de los resultados deportivos. A principios del verano de 1914 nadie prestaría demasiada atención a la noticia del asesinato del heredero del imperio austro-húngaro en un sitio tan remoto como Sarajevo. Hace unos días supimos que por primera en tres millones de años, la atmósfera terrestre tiene más de cuatrocientas partes de CO2 por millón. Uno mira a su alrededor y nada parece haber cambiado. Las sámaras de los olmos giran como en remolinos de copos de nieve amarillenta en el viento de mayo. Un vecino avinagrado se me queja el otro día: “En Nueva York pasábamos de golpe del invierno al verano. ¿Cómo es que hay tantos días seguidos de primavera este año?” La belleza de los días no parece agotarse: los verdes nuevos más intensos, el aire transparente. En Florida una bacteria contra la que nadie puede nada está devastando las plantaciones de limoneros y naranjos. En California las abejas de las que depende la polinización de millones de árboles frutales mueren en masa. En China el río que abastece de agua potable a Shanghai baja inundado de cerdos muertos, sobrevolados por nubes tupidas de moscas, hinchados bajo el sol. Dirigentes del Partido Comunista quitan importancia al hecho recién descubierto de que millares de kilos de carne de cordero resultan ser carne de rata. Cuando el beneficio particular a corto plazo es la única ley sagrada de la economía el ultraje ante los abusos parece un síntoma de estupidez sentimental. Quién hablará ahora del calentamiento global, cuando tantos problemas son más urgentes, quién defenderá el menor esfuerzo por aliviar una catástrofe que quizás ya está sucediendo: en el porvenir que no imaginamos otras personas se asombrarán tal vez de nuestra ceguera, se preguntarán, igual que nosotros nos preguntamos al estudiar el siglo veinte, cómo fue posible que se hiciera tan poco por evitar lo que todavía no era irremediable.
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