Un interesante artículo en la web Cortosfera nos introduce en el personalísimo y multireferencial cine de animación del realizador norteamericano Chris Landreth, del que publicamos dos de sus obras. Su estilo, que el propio Landreth llama 'psicorrealismo' se muestra en ambas. La primera, 'Subconscious password', es un divertido y delirante viaje al inconsciente de un tipo que se encuentra con un antiguo amigo del que no recuerda el nombre, situación que tantos hemos sentido en algunas ocasiones. El segundo, 'Ryan', ganador del Óscar, es una desolada mirada de Landreth al talento fracasado o, como dice el texto de Cortosfera, "Ryan es una confrontación con el fantasma, o el despojo, de una herencia creativa. Una entrevista con la sombra desanimada en la que podría también convertirse." Con ellos les dejamos.
Hay ciertos reencuentros que pueden equipararse a sentirte atrapado en una cámara de torturas mientras sientes cómo se ciernen sobre ti ambas paredes. Y sólo hay un modo de que se detengan. Acordarte de la contraseña, de la palabra mágica. Te encuentras en medio de la pista de baile de una discoteca con alguien que no veías en años. Él muestra sin rubor todo el alborozo que le causa el volver a verte. Y, por supuesto, se acuerda de tu nombre, Charles. Pero tú no del suyo. Y los primeros pasos de baile de la conversación se convierten en una sucesión de regates con la vana esperanza de que el encuentro se ciña a un par de frases entusiastas antes de separarse. Pero tu amigo, el que se acuerda de tu nombre y de cuyo nombre tú, denodadamente, quieres acordarte, pretende hacer recuento de vivencias compartidas, una sucesión de flashbacks que hagan del momento una celebración, como si el túnel del tiempo fuera una atracción de feria, y no una sesión de tortura. Porque tú no te acuerdas de su nombre. Si tus neuronas tuvieran uñas, te las morderías, mientras juras en todos los idiomas que eres capaz de inventarte en tan escaso lapso de tiempo, ya que tienes escasos minutos, los que tarde en traer unas copas que ha ido a pedir a la barra, para acordarte de su nombre.
El tiempo se precipita en tu mente como una guillotina. Los nombres danzan como la onda expansiva de una bomba. No es Cthulhu el nombre, ni, afortunadamente, tu amigo tiene nada que ver con él (o ello), pero el momento se está convirtiendo en una experiencia tan terrorífica como la que debieron vivir quienes tuvieron la oportunidad de contemplar alguna vez a los Arcanos antes de ser destrozados, destripados o mutilados por alguna de aquellas mefíticas criaturas que hacen honor a lo innombrable. Por eso, como quien se tortura a sí mismo por superar toda marca conocida de incompetencia, por convertir el nombre de tu amigo en lo innombrable, imaginas que el mismo Lovecraft es convertido en amasijo de carne, en mera pulpa, por alguna de sus literarias creaciones, porque al fin y al cabo, eres escritor también, y te sientes como un autor que busca a su personaje al que alguna vez pusiste un nombre pero ya no recuerdas cuál. Eres escritor, y tu instrumento de trabajo, la palabra, se revela, te deja en evidencia, con expresión extraviada, en medio de una pista de baile, mientras tu sudor chorrea, cual borboteo de agua hirviendo de un geiser, como asistentes o rivales en un concurso televisivo en el que participan, en el interior de tu convulsa mente, los rostros de Sammy Davis Jr, William S. Burroughs, Ayn Rand, Dick Van Dyke, James Joyce o Yoko Ono (además de los ya citados Lovecraft y Cthulhu), sin orden ni concierto ni coherencia (porque ¿quién sabe en ese momento el origen etimológico de la palabra "coherencia"?), mientras ese nombre sigue rondando alrededor como un cometa ardiendo que no acaba de colisionar contra la tierra de tu mente.
El tiempo se precipita en tu mente como una guillotina. Los nombres danzan como la onda expansiva de una bomba. No es Cthulhu el nombre, ni, afortunadamente, tu amigo tiene nada que ver con él (o ello), pero el momento se está convirtiendo en una experiencia tan terrorífica como la que debieron vivir quienes tuvieron la oportunidad de contemplar alguna vez a los Arcanos antes de ser destrozados, destripados o mutilados por alguna de aquellas mefíticas criaturas que hacen honor a lo innombrable. Por eso, como quien se tortura a sí mismo por superar toda marca conocida de incompetencia, por convertir el nombre de tu amigo en lo innombrable, imaginas que el mismo Lovecraft es convertido en amasijo de carne, en mera pulpa, por alguna de sus literarias creaciones, porque al fin y al cabo, eres escritor también, y te sientes como un autor que busca a su personaje al que alguna vez pusiste un nombre pero ya no recuerdas cuál. Eres escritor, y tu instrumento de trabajo, la palabra, se revela, te deja en evidencia, con expresión extraviada, en medio de una pista de baile, mientras tu sudor chorrea, cual borboteo de agua hirviendo de un geiser, como asistentes o rivales en un concurso televisivo en el que participan, en el interior de tu convulsa mente, los rostros de Sammy Davis Jr, William S. Burroughs, Ayn Rand, Dick Van Dyke, James Joyce o Yoko Ono (además de los ya citados Lovecraft y Cthulhu), sin orden ni concierto ni coherencia (porque ¿quién sabe en ese momento el origen etimológico de la palabra "coherencia"?), mientras ese nombre sigue rondando alrededor como un cometa ardiendo que no acaba de colisionar contra la tierra de tu mente.
Esta odisea es la que narra con vibrante inventiva el cineasta norteamericano afincado en Canadá Chris Landreth en su quinto cortometraje de animación, Subconscious Password (El juego del inconsciente, 2013), que ganó el Cristal de Oro en el Festival de Annecy, así como la Espiga de Plata en la Seminci de Valladolid. Quien pone rostro al nombre que es incógnita es John L. Dilworth, director de cine de animación, autor de otro disparatadoduelo (entre circunspecto pero expeditivo gato y pájaro que le atosiga, o muestra afecto, enseñándole el culo; un duelo en Ok Corral, cual bucle eterno, pero sobre la rama de un árbol). Landreth ganó el Oscar al mejor corto animado en el 2004, con Ryan, una desazonadora visión de la creatividad mancillada y anulada, a través del retrato del animador, también canadiense, Ryan Larkin, quien (entrevistado por el propio Landreth) escupe su amargura, el por qué ha optado por los márgenes, por el entumecimiento del alcohol, convertido en sombra indigente que debe pugnar por conseguir mendigando diez dólares, los que otros gastan en quince minutos. Ryan es una confrontación con el fantasma, o el despojo, de una herencia creativa. Una entrevista con la sombra desanimada en la que podría también convertirse. Los impulsos exploratorios en la imaginación pueden ser talados, reducidos al funcionariado, o a los escombros, como el tiempo atrás renombrado Larkin. Landreth define su estilo como Psicorrealismo: las heridas y turbulencias interiores se reflejan en la apariencia y carne. Landreth estudió ingeniería, e investigó los fluidos mecánicos. La ingeniera de su arte quiebra límites, como si se fundieran los universos de David Lynch, Charles Kaufman y David Cronenberg, y da como resultado un nuevo planeta mutante, en el que la imaginación tiene que dotarse de denominaciones aún no conocidas, ya que fluye a través de una nueva médula espinal de la inventiva y de la percepción, como se corporeiza en ese anodadante prodigio que es The spine (2009). Su próxima estación tiene el nombre de Lovecraft, la adaptación de la novela gráfica de Hans Rodionoff, Keith Giffen y Enrique Breccia, prologada por John Carpenter y que se inicia con una frase de Edgar Allan Poe: “Aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que pasan desapercibidas a los que sólo sueñan de noche”. Landreth, sin duda, sueña de día, y nos invita a recorrer senderos aún no transitados. El asombro aún es posible.
El juego del inconsciente (Subsconscious password, 2013)
Ryan (2004)
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