Esta película dirigida por Andrew Morgan 2015 es sobre la ropa que vestimos, las personas que la hacen y el impacto que está teniendo en nuestro mundo. El precio de la ropa ha ido decreciendo por décadas, mientras que los costos humanos y ambientales han crecido dramáticamente. The True Cost es un documental innovador que quita el velo de un aspecto desconocido de nuestro mundo, invitándonos a tener en cuenta quién paga el precio por nuestra ropa.
La moda sí incomoda. Y mucho. Eso descubrió el documentalista Andrew Morgan una mañana en la que hojeaba The New York Times. La foto de la portada llamó su atención: dos niños de Bangladés que caminaban frente a un muro gigante cubierto de mensajes de reclamo por personas desaparecidas. El 24 de abril del 2013, el edificio de ocho pisos Rana Plaza, en las afueras de Daca, la capital, se derrumbó sobre los empleados de la fábrica textil que alojaba y que producía prendas para una treintena de marcas occidentales. Murieron alrededor de 1.100 personas y más de 2.000 resultaron heridas. Desde ese momento, Morgan empezó a preguntarse de dónde venía su ropa y a interesarse por los perjuicios sociales, económicos, ambientales y psicológicos que provoca la moda, una industria que cada año genera más de 2,5 billones de dólares en utilidades. Su preocupación por el fenómeno conocido como 'fast fashion' quedó plasmada en el documental The True Cost (el verdadero costo), presentado a finales del mes pasado en el Festival de Cannes.
“Hoy estamos maquilando más ropa, consumiendo más, usando más recursos y pagando menos que en cualquier otra época. Al mismo tiempo, hay unos estragos ambientales insostenibles y un récord de accidentes laborales en factorías”, resume el director. De hecho, aunque la de Rana Plaza ha sido la más grave, no es una tragedia aislada. Los peores tres desastres de la industria de la moda sucedieron en el mismo año, y sus víctimas mortales superaron las 1.500. Paradójicamente, el año siguiente (2014) fue el más beneficioso de la historia para este sector.
En los 60, Estados Unidos producía el 95 por ciento de la ropa que consumía. Hoy, según las cifras reveladas en The True Cost, el 97 por ciento se encarga a países en desarrollo, como Bangladesh, Camboya, Vietnam y Brasil. Ninguna industria depende más de la mano de obra que la moda. Uno de cada seis trabajadores está relacionado de alguna manera con este sector, y se calcula que en el mundo hay unos 40 millones de obreros del textil, de los cuales el 85 por ciento son mujeres. Buena parte de estas personas son menores de edad, cobran 2 dólares al día, trabajan en condiciones peligrosas, son oprimidos, golpeados o hasta lisiados. “La conversación sobre este tema ha sido largamente aplazada, pero por los testimonios que recogí me he dado cuenta de que cada vez hay más gente incómoda con un sistema que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Lo que se necesita hoy es un debate real sobre las alternativas, porque el sistema es contra natura y el planeta está pagando el precio”, opina el documentalista.
En los 60, Estados Unidos producía el 95 por ciento de la ropa que consumía. Hoy, según las cifras reveladas en The True Cost, el 97 por ciento se encarga a países en desarrollo, como Bangladesh, Camboya, Vietnam y Brasil. Ninguna industria depende más de la mano de obra que la moda. Uno de cada seis trabajadores está relacionado de alguna manera con este sector, y se calcula que en el mundo hay unos 40 millones de obreros del textil, de los cuales el 85 por ciento son mujeres. Buena parte de estas personas son menores de edad, cobran 2 dólares al día, trabajan en condiciones peligrosas, son oprimidos, golpeados o hasta lisiados. “La conversación sobre este tema ha sido largamente aplazada, pero por los testimonios que recogí me he dado cuenta de que cada vez hay más gente incómoda con un sistema que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Lo que se necesita hoy es un debate real sobre las alternativas, porque el sistema es contra natura y el planeta está pagando el precio”, opina el documentalista.
Una de esas personas que han tomado conciencia de la precariedad laboral y la inequidad ligadas a la moda de rápido consumo es la productora Livia Firth, esposa del actor británico Colin Firth –ganador del Óscar por El discurso del rey–, a quien conoció en Cartagena. “Cuando fui a Bangladesh visité una fábrica textil y quedé en shock, porque las mujeres que confeccionaban mi ropa hacían 100 prendas por hora en un espacio con barrotes en las ventanas, de modo que no podían abandonar el edificio. La gente es explotada para producir ropa barata para nosotros. Es la esclavitud de la era moderna”, sintetiza la italiana (su apellido de soltera es Giuggioli), quien, como Lucy Siegle, columnista semanal de The Observer y experta en consumo responsable, ha respaldado el documental 'The True Cost implicándose en su producción ejecutiva.
Livia, radicada en Londres, lanzó Eco-Age, una empresa que fomenta la moda sostenible. Hace dos años acuñó el sello Green Carpet Collection Brand Mark, que garantiza que las firmas que lo ostentan trabajan de manera responsable. Victoria Beckham, Stella McCartney, Erdem Moralioglu, Christopher Bailey, Chopard y Narciso Rodríguez, entre otros, ya cuentan con la certificación.
El segundo más contaminante
La supervisión que ejerce Eco-Age no se limita al aspecto social y se extiende al ambiental. No en vano la primera empresa en merecer su aval fue Gucci, con una colección de carteras de cuero producido en fincas del Amazonas en las que no se deforesta. Según las pesquisas de 'The True Cost', la moda es la segunda industria más contaminante del mundo, por detrás de la del petróleo. A su aporte al efecto invernadero, el empleo de millones de litros de agua para teñir las prendas y las cantidades ingentes de basura derivada de su desecho se suma el uso de químicos y semillas transgénicas en el cultivo de algodón.
El segundo más contaminante
La supervisión que ejerce Eco-Age no se limita al aspecto social y se extiende al ambiental. No en vano la primera empresa en merecer su aval fue Gucci, con una colección de carteras de cuero producido en fincas del Amazonas en las que no se deforesta. Según las pesquisas de 'The True Cost', la moda es la segunda industria más contaminante del mundo, por detrás de la del petróleo. A su aporte al efecto invernadero, el empleo de millones de litros de agua para teñir las prendas y las cantidades ingentes de basura derivada de su desecho se suma el uso de químicos y semillas transgénicas en el cultivo de algodón.
“Pasamos de una filosofía de pocos insumos, que implica una cantidad limitada de control de malezas y, por tanto, el empleo de más mano de obra en el campo, a un uso superior al 90 por ciento de semillas modificadas genéticamente y a la aplicación creciente de herbicidas, incluida la fumigación aérea de millones de acres”, lamenta Larhea Pepper, una texana que en su lucha por el algodón orgánico se ha enfrentado a la multinacional Monsanto y que da su testimonio en el documental. Cuando a su marido le diagnosticaron un tumor cerebral, que Pepper asocia a su infancia en una granja con uso intensivo de químicos, ambos se fijaron como un imperativo la transición a la agricultura orgánica. En el 2002, la activista fundó la ONG internacional Textile Exchange, que promueve las prácticas sostenibles. Desde entonces, el mercado de algodón orgánico creció de 240 millones a 6.800 millones de dólares anuales. “La producción de algodón convencional tiene una gran cantidad de costos ocultos, como la contaminación del agua, los impactos negativos sobre la biodiversidad, los daños a otros cultivos no modificados genéticamente y la pérdida de empleos, así como las repercusiones sobre la sanidad y el bienestar de las personas que viven en las comunidades agrícolas”, resume Pepper.
Las prácticas 'low cost' del textil también van ligadas a un mal psicológico que marca a la sociedad contemporánea: el consumismo. En las últimas dos décadas, la compra de ropa en Estados Unidos se multiplicó por seis. Hasta hace unos años, la moda se limitaba a dos temporadas, primavera-verano y otoño-invierno, pero ahora hay más, como la ‘crucero’, que busca llenar los supuestos entretiempos. “Esta dinámica conduce a mucha gente a sentirse continuamente descontenta y esa frustración es buena para el negocio. Pero al final del día tenemos que preguntarnos si vale la pena llenar un vacío psicológico yendo de compras”, subraya Morgan. “En América hemos evolucionado hacia un sistema político, social y económico en el que se privilegian los valores materialistas. La forma de capitalismo que perseguimos es altamente competitiva y se centra en maximizar el crecimiento económico y el nivel de ganancias de las corporaciones. Para que este sistema funcione, se necesitan ciudadanos, empresarios y funcionarios abocados al consumo y las largas jornadas de trabajo”, sostiene Tim Kasser, profesor de psicología en el Knox College, de Illinois.
El especialista, que analiza en el documental los objetivos y valores de las sociedades materialistas, lleva dos décadas estudiando este tema. Su primera conclusión es que las personas que más se preocupan por consumir tienen un menor bienestar: “Aquellos que se rigen por el dinero, la imagen y el estatus, objetivos que espolea el capitalismo, experimentan una menor felicidad y satisfacción vital, más depresión y ansiedad y un surtido de otros males personales”. Así mismo, son menos sociables. “Los propósitos materialistas se asocian con conductas menos empáticas y cooperativas, y más manipuladoras y competitivas”, comenta Kasser. Y la tercera conclusión a la que llegó es que los valores materiales están ligados a la despreocupación por la sostenibilidad ecológica, “de modo que este estilo de vida tiende a tener un efecto dañino sobre el planeta”.
¿Cómo cambiar esta realidad? “Hemos de imbuir nuestra vida y nuestras elecciones financieras de valores intrínsecos, que reemplacen a los materialistas –plantea el psicólogo–. Y, como sociedad, debemos desarrollar nuevos modelos de negocio (como cooperativas o corporaciones de beneficencia) y políticas gubernamentales; por ejemplo, implementar indicadores de progreso nacional alternativos al PIB”. El director de 'The True Cost' lo secunda: “En las últimas dos décadas cedimos el control global a corporaciones multinacionales, y ahora vivimos las consecuencias. Las cosas no van a cambiar porque sus accionistas se despierten un día con la idea de hacer algo diferente, sino por la presión diaria de la gente. No podemos mirar hacia otro lado. Este documental ha sido un proyecto revelador y desgarrador, una experiencia que me ha mostrado que cada uno de nosotros, con sus decisiones, demuestra el tipo de mundo que quiere”.