Cada verano llega, con el calor, un placer infalible: el alivio de no estar en los sanfermines; de encontrarse muy lejos, a salvo de ellos, del chupinazo, de la multitud sudorosa y beoda, de la célebre catarsis colectiva, de los amaneceres con ríos de meadas y toneladas de basura. Yo ampliaría el calendario de estos placeres al resto del año: en febrero, huir de los carnavales; el 19 de marzo, no estar en Valencia, en las Fallas; el Viernes Santo no encontrarse uno apretujado en los alrededores de una procesión de Samana Santa; no acudir al Rocío, aunque sea al precio de perderse el espectáculo de los niños levantados sobre la marea humana para acercarlos al trono de la Virgen; no asistir a ninguna de las múltiples carreras de becerros delante de individuos borrachos en los pueblos de la Sierra de Madrid; no participar en la Tomatina, etc. En España el acto más serio y tal vez más arriesgado de desobediencia civil es disentir de la tiranía de la fiesta. Antonio Muñoz Molina