La segunda película de nuestra sesión doble es también una producción del Studio Ghibli. 'La tortuga roja', es una excelente película animada dirigida en 2016 por el director, guionista, animador e ilustrador holandés Michael Dudok de Wit, quien debutaba como director con este film. Esta película fue coproducida por Francia, Bélgica y Japón y ganó numerosos premios en distintos festivales como el de Cannes, San Sebastián y Gijón.
En ella podemos rastrear el discurso humanista y de conexión con la Naturaleza marca de la casa Ghibli en la vida de un náufrago en una isla desierta donde los únicos habitantes son los cangrejos, las aves y los seres marinos que habitan la playa y las aguas cercanas. Entre ellos una misteriosa tortuga roja que... mejor vean la peli y disfruten. Es una película emocionante, poética, preciosa.
El tiempo japonés es otra cosa. Frente al bullicio de lo urbano, de las carreras histéricas de los salary-man y los atestados metros tokiotas, está la calma de los campos de arroz, las lluvias de los entornos rurales, el té en un tatami o la contemplación de los cerezos en flor. Es esta temporalidad laxa, que se diluye, la que nos asombra por exótica y nos maravilla desde la mirada occidental.
Ante el frenetismo contemporáneo, donde la inmediatez está a la orden del día, se echan de menos aguas mansas. Por ello, cuando Michaël Dudok de Wit recibió en 2006 la propuesta por parte de Studio Ghibli de realizar su primer largometraje, su primera reacción fue la imperante en nuestro contexto: estrés por las exigencias temporales de realizar una película.
Menos mal, como decíamos, que el tiempo a la japonesa cambia. Isao Takahata, que ya conocía al realizador belga por otras piezas y que, además, le pedía permiso para exhibir en el Museo Ghibli ‘Padre e hija’ -ganadora en 2001 del Óscar al mejor cortometraje de animación-, le instó a tomarse todo el tiempo que necesitara, asesorándole como productor artístico durante todo el proceso.
El proyecto demoró todo lo que necesitó, y hasta 2013 no hubo un guión definitivo. Tres años más tarde, se estrenaría compitiendo en Cannes ‘La tortuga roja’ ('La tortue rouge'), donde la película se alzaría con la mención especial del jurado en la sección Un certain régard.
La coproducción franco-nipona obtuvo una merecida nominación al Óscar como mejor película de animación en esa edición, pero perdió ante la tiranía de la animación digital estadounidense; ganó 'Zootrópolis' ('Zootopia'). Desde que en 2001 se creara la categoría de mejor largometraje animado, 13 de los 16 premios han sido para películas norteamericanas. Sólo se impusieron ‘El viaje de Chihiro’ en 2002, ‘Wallace y Gromit: la maldición de las verduras’ en 2005 y ‘Happy feet’ en 2006. Las dos últimas, coproducciones de EE.UU. con Reino Unido y Australia, respectivamente, lo que convierte a la obra de Miyazaki en la única película de habla no inglesa ganadora de este galardón.
El espíritu de Ghibli
Más allá de la posible justicia de unos premios cada vez más viciados, al menos para el que escribe, ‘La tortuga roja’ es la confirmación de muchas cosas. En primer lugar, el triunfo de una filosofía que parecía destinada a desaparecer. Porque tras el anuncio de que Studio Ghibli cerraría sus puertas, quién sabía si la animación tradicional desaparecería del panorama.
La idiosincrasia de trabajo de Studio Ghibli es muy particular, y sin duda parece contraria a las formas de producción de casi cualquier estudio de animación internacional. El mimo y la dedicación que sus trabajadores imprimen a las obras, que nace de la oposición directa de los fundadores del estudio a la forma de producción de anime que impone Osamu Tezuka, permite que sus proyectos se dilaten en grandes espacios de tiempo.
Evidentemente, en la producción de un largometraje, tardar diez años es un sueño para casi cualquier realizador. Pero los tiempos, que decíamos al inicio, son frenéticos, y Dudok de Wit tuvo la suerte de que su tiempo no estaba sujeto a las condiciones habituales. El grado de implicación con un proyecto que debía ser reflexivo y necesitaba madurar hizo de ‘La tortuga roja’ una idea total, una fábula completa sólo a la altura de los genios honestos.
El proceso de crecimiento de la historia, que vino, volvió y se paseó, sirvió para otra de sus confirmaciones: menos es más. Porque ‘La tortuga roja’, a pesar de su profundidad, se basta de 70 minutos para hablar sobre el ser humano, la naturaleza, la familia o el ciclo de la vida. Y sin ninguna palabra. Muda.
A través de una naturaleza abrumadora que se vuelve protagonista por encima de los personajes que se asoman durante la película, Dudok de Wit se sirve de unos magníficos fondos que cubre toda la pantalla y ningunean, nunca en el mal sentido de la palabra, a los seres humanos que aparecen en ella.
El planteamiento, en evidente negación del antropocentrismo imperante y del individualismo más voraz, nos iguala al resto de elementos de la naturaleza para resaltar una relación con ese entorno que parecemos haber perdido. Quizá, de nuevo, por falta de calma y exceso de frenetismo.
‘La tortuga roja’ es también la epifanía de un náufrago que en realidad es el ser humano: nuestro instinto es el salvajismo frente al entorno natural, la dominación de lo ingobernable, y el fatal desenlace ante lo que no podemos controlar. Nuestro náufrago, llegado a una isla en la que nada no hay nada más allá de plantas y otros animales, termina habituándose a una nueva forma de existencia, donde no necesita oprimir lo que le rodea, sino que convive con ello.
'La tortuga roja', una maravillosa alegoría del tiempo y la vida
La tortuga se nos aparece como toda una alegoría del tiempo y de la vida, como la representación de la calma perdida, de la anhelada pausa que nos desconcierta al principio y nos procura otra existencia cuando la asumimos. Y la mujer que nace del caparazón muerto es el símbolo definitivo de la comunión entre el ser humano, que ya no es invasivo, y la naturaleza.
La formación de una familia que es capaz de convivir y criar a un hijo en armonía con el entorno es un nuevo triunfo en la representación de la coexistencia del ser humano como parte de un esquema natural del que es una pieza más. El propio hijo, que crece y busca tras la ternura inicial de su figura nuevos mundos por explorar, se convierte en signo de la asunción de la irrevocable pérdida.
Ante la marcha del joven, los padres envejecen. El náufrago, ahora un viejo feliz, va a morir al mar, a donde vuelve la mujer que fue tortuga y recupera su forma original. Así, se culmina un círculo fraguado durante todo el largometraje, que mantiene en la película la aspiración de mostrar la existencia y la convivencia con el medio natural como la metáfora de un naufragio.