Los 70 fueron una década improbable: convivieron Led Zeppelin y los Bee Gees, James Brown y ABBA, Burt Reynolds y Richard Dreyfuss. Una década en la que las agitaciones sociales de los 50 y 60 se estabilizaron en extrañas mezcolanzas. Y si había una figura que reuniera todo lo "políticamente incorrecto" de la época, ésa era sin duda la de Mohammed Alí, antes conocido como Cassius Clay. Negro, musulmán y activista anti-Vietnam lo tenía todo para generar odios y amores a partes iguales. Con una gran diferencia con respecto a otros disidentes: él, además, era un ganador.
Su momento de esplendor tanto deportivo como social fueron los 60, empezando por su irrupción derrotando a Lister en 1964. Era el momento de Martín Luther King, de Malcolm X, de los Panteras Negras, de los velocistas americanos levantando el puño con un guante negro enfundado en el podio de México 1968. Alí estaba en su salsa. Renunció a su nombre de nacimiento para convertirse en ministro del Islam -no se sabe si sólo por convicción o también para intentar evadir la llamada a filas-, renunció a su patria de nacimiento para reivindicar una patria original de su raza: África. La denominación "afro-americano" hasta entonces usada sólo en tratados de antropología se convirtió en estandarte de una nueva generación que no se avergonzaba de sus raíces. En 1962, por ejemplo, Jamaica consigue su independencia del Reino Unido y surge la secta de los "rastas", tremendamente popular y que reconocen como soberano a Lij Ras Tafari Makkonen, emperador de Etiopía bajo el nombre de Haile Selassie I.
Toda esta ebullición alcanza su cenit en los primeros 70, cuando por fin deja de ser una lucha más o menos clandestina y se convierte en un movimiento reconocido y aceptado por el sistema. Por un lado están los negros militantes, entre ellos Alí, James Brown o tantos otros, del otro están los más jóvenes, que no han vivido del todo la opresión y la segregación y que consideran compatible ser negro y americano. Aceptan las dos culturas como suyas: la africana y la anglosajona. Entre estos últimos está el jovencísimo campeón de los pesos pesados, George Foreman.
El mérito del documental es conseguir que el espectador se dé cuenta de todo lo que está en juego y a la vez no pueda evitar tomar partido por uno de los dos. Si uno se deja llevar por el entusiasmo querrá que Ali tumbe a su adversario, pero si piensa en Foreman como un negro al que se le quiere tratar como si fuera blanco, que vive un ambiente hostil, que parece obligado a ganar y que además sólo tiene poco más de 20 años, es difícil no sentir una cierta simpatía. Él, que parte como ganador, acaba mostrando ante las cámaras todas las debilidades propias del perdedor: solo, incomprendido, silencioso... rodeado de cien mil personas que le piden al veterano y vociferante Ali que le mate.
Cómo acabó el combate es algo que muchos saben pero por si acaso no lo diremos. En el fondo no importa. Cuando uno toma partido es injusto bajarse del carro después de saber el resultado. Además, no es tan importante: "Cuando éramos reyes" no es un documental de boxeo, es un documental sobre la cultura afroamericana, sobre los intereses que se movían detrás, sobre el entusiasmo verdadero con el que muchos vivieron la liberación de su raza... un documental sobre la historia de una década convulsa.