Todo es mentira hasta que llega la hora de la verdad. Lo anterior, a lo que hemos dedicado el tiempo durante ocho meses, ha sido la descripción de pequeñas glorias y dramas en miniatura con la misma perdurabilidad que una pompa de jabón. La hora de la verdad es perder en Múnich y tener que reponerse. Aceptar que un mal comienzo no implica un mal final. No afligirse cuando lo harían otros y trasladar el partido de lo anecdótico (el ambiente, los cojones, los accidentes) a lo esencial, quién es mejor.
Más importante que la victoria, y no creo exagerar, es que el Real Madrid hizo una demostración de superioridad que no admite dudas y que vuelve a descartar al Bayern como aspirante. Domesticar al rival es mucho más relevante que vencerlo y el gigante de Baviera está, ahora mismo, más cerca de fundar un club de fans que de ganar la Copa de Europa.
No, el mérito del Real Madrid no es el triunfo, porque siempre hay una docena de formas de ganar y la mitad son escasamente gloriosas. El valor fue el camino, la montaña de inicio y la escalada progresiva después de perder pie y echarle un vistazo al vacío. En Múnich, insisto, frente a ese enemigo que en la Bundesliga se come a los niños crudos.
Lo que se comprobó en el Allianz Arena es que no hay mejor equipo que el actual campeón y si lo redujéramos a una simple cuestión de calidad deportiva estaríamos siendo injustos. Además del talento (el Barça también lo tiene), los futbolistas del Real Madrid exhiben un convencimiento que no admite comparación. Lo podemos achacar al escudo o la experiencia. El caso es que los jugadores, vistan de blanco o de negro, tienen algo que les permite distinguir de todas las horas del día, la hora de la verdad.