Primera ausencia: (dedicado a Yesa, siento tanto haberte dejado tan sola...)
Ya tratamos en una anterior entrada (en la que publicábamos el cuento El canario, de la escritora norteamerica Katherine Mansfield) el enorme agujero que se abre en nuestro alma cuando los animales con los que compartimos nuestras vidas, juegos y soledades nos dejan. Son esos momentos de inconsolable desolación cuando sólo nos queda esperar que eso de la reencarnación de las almas sea verdad y la nuestra se pueda encontrar en otro momento con las suyas, afectuosas, nobles e inocentes, transmigradas en otro de nuestros futuros amigos del alma.
Segunda ausencia
Comenzamos con el recuerdo agradecido y canonizante de un blogger al ya desaparecido burro de su familia, ese inteligente animal de mirada dulce y resignada que siempre me ha conmovido y cuyo secular padecimiento al servicio del hombre tanto ha ayudado al progreso de las civilizaciones humana.
Recordando a mi burra
En realidad no era mi burra, era la burra de mi padre o más bien la burra de la familia. Comparada con otros burros del pueblo era pequeña aunque bien proporcionada; de pelo negro con algunas canas más debidas a la edad que a la genética. La parte inferior de la barriga era blanca y blanca era una pequeña estrella que adornaba su negra frente, lo mismo que sus belfos poblados por sensibles pelos duros y largos.
Cuando yo era chaval no tener un burro era casi como ahora no tener un vehículo de transporte. El borrico era el animal más socorrido y más utilizado. Al campo se iba cómodamente aposentado a lomo del rucio y a la vuelta se le cargaba con un feje de trébol para los conejos o con lo que se terciara. A veces se le utilizaba como bestia de tiro como podía ser aricar o incluso tirar del carro y cuando ya estaba viejo solía terminar acompañando a los jamones y chorizos del cerdo en el mismo humero.
Prácticamente todas las familias tenían su borrico o borrica y cuando los dueños llegaban a la jubilación era el último animal del que se deshacían, sobreviviendo a veces el jumento a sus amos. Recuerdo al tío Miguelín Burgo, hombre jovial y de poblado bigote blanco, llevando en una mano el barril de vino (recipiente de barro forrado de esparto ya en desuso) y con la otra tirando del ramal de su borrica blanca, siempre dispuesto a parar a pegar la hebra con cualquiera para hacer su pronóstico del tiempo o contar sus aventuras en la guerra de Cuba o Marruecos donde peleó como soldado. O al tío José, (creo que hermano del anterior y a quien llamábamos el "Bobo", mote que no le hacía precisamente justicia porque indicaba todo lo contrario de lo que era, un hombre muy inteligente y sin duda el más ilustrado del pueblo) siempre acompañado de una burra grande y cana, noble animal que le acompañó siempre en su soltería, no se si elegida o forzada por los prejuicios de una asfixiante comunidad que condenaba a los desertores del seminario casi al ostracismo.
También perduran en mi recuerdo las hermanas Ángela y María, a quienes llamábamos "Las Niñas", quienes siendo ya ancianas y liberadas de las labores del campo seguían manteniendo a su burro como uno más de la familia. Que decir de Manuel Molero, a quien he visto hasta hace pocos años tirando del ronzal de su borrica de casa a la cueva y de la cueva a casa como si el jumento fuera una prolongación de si mismo. Podría citar a otros muchos, pero recuerdo a estos paisanos porque llegaron a viejos y siguieron conservando como compañero a ese noble animal que es el burro.
Creo que ya no queda en el pueblo ni un solo burro (de cuatro patas), incluso hay una justificada alarma por la posible desaparición de esta magnifica especie. La tecnificación del campo ha barrido de sus pastizales y praderas a caballos y mulos, los otros dos animales de tiro que junto con el burro hacían las tareas más ingratas. Aunque de los tres el burro es, de lejos, el animal más noble e inteligente y, paradójicamente, siempre el peor tratado. Los castigos más crueles eran siempre para el pobre burro, tuviera o no la culpa. A quien se le restaba el pienso era al burro. El lugar peor situado en la cuadra era el del burro. Las cargas más pesadas y extenuantes siempre caían sobre las espaldas del burro.
Hace ya tiempo que he canonizado a mi burra, que por cierto no tenía nombre, y la mandé directamente al paraíso de los burros, que para purgatorio e infierno ya tuvo el suyo mientras estuvo entre los humanos. Habrá quien se escandalice porque haya santificado a aquel buen animal, pero no tuve más remedio en atención a los milagros preventivos que hizo en vida. A saber: me libró de agotadoras caminatas por caminos tortuosos y llenos de barro que de haberlos transitado en lugar de ir cómodamente sobre su lomo me habrían causado lesiones y enfermedades que probablemente me hubieran mandado al otro mundo. Tiró con ímprobo esfuerzo de los cangilones de la noria de la "Veiga" y otras norias con cuya agua regábamos las patatas y alubias que nos libraron de una hambruna segura.
Llevó sobre sus costillas las más pesadas cargas que de haber tenido que soportarlas cualquier miembro de la familia le hubiera causado serios problemas físicos. Hay un largo etcétera de servicios milagrosos, pero con solo los citados ya es más que suficiente para santificarla, que por mucho menos hemos visto hacer santo a cierto cura de la Santa Mafia. Cierto que, y haciendo de abogado del diablo, he de poner de manifiesto que me causó algunos contratiempos que me pudieron costar caros, pero estos fueron debidos más a la propia estulticia humana que a la maldad de la noble bestia.
(...) Cierto que mi burra no tenía maldad, pero andaba sobrada de inteligencia y de una astucia que los seres nobles se ven obligados a desarrollar para sobrevivir en un mundo hostil y en este caso por las putadas que yo maquinaba. En las cuadras de ahora cada animal tiene su bebedero, pero cuando yo era chaval no había agua corriente en las casas así que había que llevar a los animales a los abrevaderos que entonces eran la laguna de Tres Corrales (o Tras Corrales) que era de agua estancada de lluvia (situada en el lugar que hoy ocupa el deposito de agua) o la laguna de La Puente (situada donde está el instituto) que estaba a alimentada por una pequeña fuente, hoy cegada, que llamábamos "El Cañín". Yo llevaba el ganado a beber a esta última laguna y las vacas, sedientas, bebían aquel agua estancada, grisácea y medio corrompida sin ningún problema, pero la inteligente burra no quería saber nada de aquella infecta charca y sin hacer caso de palos o tirones del ramal se me escapaba corriendo hasta donde manaba el agua fresquita y cristalina. Más de una vez nos quedamos en el campo sin el pan de la merienda porque tenía una portentosa habilidad para meter el morro en las bolsas de las alforjas y merendar ella primero.
Cuando pacía por los caminos mientras le quitábamos las hierbas a la remolacha sabía perfectamente cuando tenía que atacar a las hojas o roer los nabos sopesando el peligro que corría de recibir unos cuantos palos en función de la distancia a la que se encontrara de nosotros. Si estábamos cerca no osaba tocar el fruto porque sabía que los palos eran seguros; a media distancia se arriesgaba un poco más aunque le podía caer una pedrada de propina o todo lo más algunos bocinazos que solían sonar algo así como "¡Burra, hija putaaa.!" Con el bocinazo se retiraba discretamente a pastar las hierbas del camino esperando otro descuido para volver a atacar la remolacha. Sería una bestia, pera era una verdadera gourmet de las buenas hierbas. Si había abundancia no comía sino las más suculentas y exquisitas, pero si había escasez y hambre no tenía reparo en engullir los cardos a los que trababa entre sus belfos con una delicadeza prodigiosa y sin que jamás le hicieran ninguna herida en la boca.
Cuando había poca faena en el campo la paseaba por los caminos para que pastara hierba primaveral y en mi ignorancia no acertaba a explicarme porque había hierbas aparentemente hermosas que no osaba tocar. Para ponerla a prueba de lo que a mi me parecía una manía le arrancaba de entre los trigos algún manojo de hierbas que a ella le gustaban mucho y en el medio le metía una cuantas hierbas de las que evitaba, poniendo todo el manojo en el suelo del camino. Por supuesto siempre quedaban allí las malas hierbas. Pero mi malvado afán por putearla iba más lejos. Tomaba un puñado de exquisitas hierbas, no muchas para que las pudiera tomar de un bocado, y en medio le metía una hierba mala. Era un espectáculo ver como con sus elásticos belfos iba colocando las buenas hierbas hasta engullirlas y dejando en último lugar a la mala hasta dejarla caer al suelo. No la pude engañar si una sola vez y mejor así porque de haber ingerido una de aquellas malas hierbas le hubiera costado un grave percance de salud o quizás le hubiera causado la muerte.
Sabía perfectamente, según el camino tomado, cual era el lugar de destino y una vez llegado a él se paraba sin necesidad de ninguna orden. Para entrar en casa yo no me bajaba de su lomo para abrir la puerta que estaba siempre entornada y sin llave. Bastaba con que le diera la orden de "abre" para que el animal empujara con su morro la puerta y los dos fuéramos camino de la cuadra tan campantes.
Mi burra, lo mismo que la bíblica burra de Balaán (Los Números 22.21), se dirigió a mi muchas veces aunque yo en mi necedad ni la escuché ni la entendí, por entonces me faltaba la sensibilidad para comprender que ella y yo estábamos hechos del mismo barro, con la única diferencia que ella se había encarnado en burra y yo en humano. Tuvieron que pasar años para que se me abrieran las entendederas. Nunca me hizo reproches por los malos tratos recibidos aunque aún veo en sus grandes ojos dulces un interrogante de asombro por la irracionalidad de mis reacciones. Y ese es el castigo que me persigue por haber hecho sufrir gratuitamente a aquel noble e inteligente animal. No me cabe ninguna duda de que estará pastando suculentas hierbas en los verdes prados que hay en el paraíso de los burros. Amén.
J. Villadangos (Alias "Percha")
Tercera ausencia
Encontramos en el blog Labana una emocionada evocación de su perro de la periodista de RTVE Mara Torres cuando encuentra un proustiano rodillo para quitar pelos que le trae el recuerdo de su compañía, de los viajes realizados juntos, de su alegría de vivir y de su ausencia.
Mi perro y yo (por Mara Torres)
He subido al coche para ir a hacer la compra, y al abrir la guantera para buscar no sé qué papel, he empujado sin querer el rodillo ese que tiene una pega para quitar las pelusas de la ropa y que para nosotros siempre ha sido el ‘rodillo de los pelos del perro’. Ha rotado por la guantera y lo he pillado al aire. Y me he quedado así, quieta, con el rodillo en la mano sin saber muy bien qué hacer con él porque tú ya no vas a volver.
Eras un perro gigante. En casa llevaban doce años tomando decisiones en función a ti: ‘Al final, ¿qué?, ¿nos vamos de viaje este puente?’. ‘Pues es que las niñas (las ‘niñas’ por nosotras, qué risa) también se van fuera y no puede quedarse nadie con el perro’. Los viajes, la fiesta que hace no sé quién fuera de la ciudad, que si la cartilla del veterinario, que si no te olvides de traer el saco de pienso, que vigiléis que el cacharro del agua esté lleno, que dice papá que si le acompañas a dar una vuelta con el perro, que si dónde hemos dejado la correa, que si otra vez está malo de los oídos. Y el coche. Nosotros siempre tuvimos uno familiar no porque fuéramos numerosos, sino porque éramos una familia con perro. De hecho, controlábamos cómo estabas por cómo te subías al maletero: ‘Mami, ¿qué tal está el perro?’. ‘Fenomenal, se sube al coche de un salto’.
Cuando íbamos a la playa te tirabas toda la mañana inquieto, te ponías al lado de donde estaba tu correa y mirabas a la correa y nos mirabas a nosotros. A nosotros y a la correa. Y hasta que no decíamos lo de ‘tranquilo, que no te vamos a dejar aquí‘, no parabas de mirar. En los trayectos, te acoplabas en la parte de atrás hecho un ovillo y apenas te movías, pero en cuanto notabas el olor del mar, te volvías loco... Te levantabas tan excitado que te dabas con la cabeza en el techo del coche y nosotros nos partíamos de risa de lo torpe que eras y de lo contento que te ponías. Luego sacabas el hocico por la ventanilla de atrás y te quedabas con los ojos semicerrados durante un buen rato.
Me acuerdo del último viaje que hicimos juntos. Yo ya no vivía en casa y me había tocado quedarme contigo el fin de semana, así que nos fuimos a la casita que tenemos cerca de un pantano a las afueras de Madrid. Y no veas cómo lo pusiste todo de pelos. Había bajado los asientos traseros para que cupieras en mi maletero y los pelos llegaron hasta el salpicadero. La tapicería negra se puso blanca y los cristales de atrás perdidos de babas porque anduviste olisqueándolo todo. Llovía a cántaros, pero dio igual; nos pasamos horas caminando por el pinar que hay detrás de la casa. Yo te gritaba: ‘¡Que no te metas en los charcos!’, pero como tú a esa frase siempre le hiciste oídos sordos, esperabas a que te tirara otra vez la pelota, salías corriendo a por ella por la parte más embarrada, profunda y blanda del camino y volvías cubierto de fango hasta las cejas, con la bola en la boca y con cara de ‘aquí no ha pasado nada’.
Y sólo ha pasado que ya no estás. Que tengo un rodillo en la mano que es tuyo, de tus pelos. Que los cristales de mi coche están limpios, pero yo querría que tuvieran babas, y que la tapicería me parece hoy más negra que nunca.
Mara Torres para la revista Autoclub (julio 2008)
Mara Torres para la revista Autoclub (julio 2008)
Última ausencia - Fry y su perro
Para terminar les ofrecemos el conmovedor episodio "Ladrido Jurásico" de la serie Futurama, de Matt Groening, en el que conocemos qué ocurrió con el perro de Fry cuando éste cayó dentro del futuro. No dejar lejos los pañuelos.
Futurama - Ladrido jurásico